Ariel González
Hace más de 25 años Venezuela, un país que tenía en los años setenta cierto reconocimiento internacional por su desarrollo democrático, comenzó el penoso camino hacia la dictadura. Tras un fracasado intento de golpe de Estado –en su formato tradicional, muy conocido por América Latina: personajes que manu militari se hacen del poder–, Hugo Chávez cambió de estrategia y decidió valerse de la vía democrática y su legalidad electoral para acceder al poder y desde ahí destruir sus instituciones para mantenerse indefinidamente en el poder. (Un modelo que desde entonces, por lo visto, ha sido el favorito para las más diversas expresiones populistas en la región).
Conviene recordar cómo fue que este país se alejó aceleradamente de la democracia para entender la farsa electoral y el fraude gigantesco que vivió en la elección presidencial del pasado domingo, cuando un Consejo Nacional Electoral bajo riguroso control del gobierno de Nicolás Maduro, ha declarado precisamente a este como el candidato ganador de la contienda, con lo que asegura su tercer mandato.
En su libro Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Siblatt comentan que “a pesar de las inmensas diferencias entre ellos, Hitler, Mussolini y Chávez siguieron rutas hasta el poder que comparten similitudes asombrosas. Además de ser en los tres casos desconocidos capaces de captar la atención pública, todos ellos ascendieron al poder porque políticos de la clase dirigente pasaron por alto las señales de advertencia y o bien les entregaron el poder directamente (Hitler y Mussolini) o bien les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez)”.
Así empezó la dictadura venezolana: un fracasado golpista es reivindicado (y luego indultado) por un político irresponsable, Rafael Caldera, quien piensa que él puede ser el principal beneficiario de la actuación de Chávez, toda vez que este supuestamente no podría crecer más. Craso error, como sabemos, pues desde el momento de su liberación su popularidad fue en aumento hasta ganar las elecciones presidenciales en 1998.
Desde entonces, la situación de Venezuela sólo se puede describir con una palabra: tragedia. Y no se trata de una percepción, sino de una realidad irrefutable que ha hecho invivible a esta nación. Quizás la cifra que mejor explica el derrumbe nacional bajo los gobiernos de Chávez y Maduro son los más de siete millones de venezolanos que han abandonado el país desde 2015, un inmenso contingente de mujeres y hombres que vieron caer entre 2013 y 2021 las tres cuartas partes del PIB de su país, lo que hoy tiene al 95 por ciento de la población en la pobreza.
A eso hay que sumar desde luego la ausencia de libertades y derechos humanos que acompañan el creciente deterioro de prácticamente todos los indicadores económicos y sociales. Los venezolanos, que creyeron en el discurso populista de Hugo Chávez para superar sus problemas, viven el extremo de esas mismas dificultades, pero ahora bajo una dictadura que se intenta maquillar en cada elección presidencial, aunque en realidad sólo consigue exhibirse más ante la comunidad internacional.
El grotesco espectáculo de un payaso bailando, haciendo chistes estúpidos y que lleva la bandera nacional como chamarra, lentes oscuros a ratos y un séquito de porristas, cantantes y animadores de feria sería suficiente para describir quién es Nicolás Maduro; pero si hay quien tenga alguna duda lo invito a que escuche el discurso con el que este personaje se autoproclamó ganador de las recientes elecciones: es una de las piezas más cínicas, vergonzosas y miserables de la vida política no sólo de Venezuela, sino de América Latina en toda su historia.
Ayer mismo, ante la incredulidad de los gobiernos democráticos del mundo entero y de los organismos internacionales frente a los mágicos resultados que lo colocan como ganador, Nicolás Maduro ha tenido que recurrir a una de sus engañifas más “conmovedoras”: los opositores, según él, traman un golpe de Estado “de carácter fascista” (ojo, porque los hay “democráticos”, como los que promovía su mentor Chávez); los “contrarrevolucionarios”, solapados desde luego por el imperialismo yanqui, pretenden que no se respete “la voluntad popular”.
Las muchas irregularidades en el desarrollo del proceso electoral, consignadas por la población, la prensa y los observadores internacionales que lograron entrar al país, bastarían para anular los comicios, pero sabiendo que eso sería tanto como entregar el poder, el tirano enuncia una amenaza clara: “Les digo a los complotados, a los involucrados y a los que avalen esta operación contra la democracia venezolana que la película ya la sabemos y esta vez no va a haber ningún tipo de debilidad. Esta vez en Venezuela se respetará la Constitución, se respetará la ley…” Y probablemente está en lo cierto porque, viéndolo bien, ¿qué otra Constitución y ley existen en ese país luego de que las violaron sistemáticamente para “reformarlas” a su antojo y ponerlas a su medida durante todos estos años? Con un Consejo Nacional Electoral y un Poder Judicial a modo, con un ejército corrompido y a sus órdenes, con esas pandillas paramilitares motorizadas y dedicadas a amenazar a la población, ¿de qué otra ley, que no sea la del gorila Maduro, podemos hablar?
De momento, no parece que se pueda reponer el proceso electoral bajo nuevas condiciones a menos que la presión de la comunidad internacional y la movilización de los ciudadanos sean tales que dobleguen a Maduro. Es muy difícil, pero no imposible. Las dictaduras se creen eternas, pero la historia nos confirma que no lo son.
@ArielGonzlez FB: Ariel González