“El hombre nace para ser libre, pero siempre está encadenado”, dijo Rousseau, preocupado por los impulsos innatos del ser humano. Este acercamiento filosófico, conecta con El Club de los Vándalos que estrenó este fin de semana.
Años 60. Kathy (Jodie Comer) acompaña a una amiga a un bar. El ambiente es pesado: lleno de motociclistas rudos, que fuman como chimeneas y beben como cosacos. Pero ahí encontrará a quien se convertirá en su cruz y su amor: Benny (Austin Butler).
Este filme se enfoca en la subcultura del motociclismo, que se liga con uno de los temas favoritos de Nichols: la América profunda, a veces orientada al campo (como en su obra maestra, Atormentado); otras, a los suburbios pero siempre en torno a la clase trabajadora.
El cineasta toma inspiración del libro ilustrado de Danny Lyon, quien en los años 60 y 70 fotografió a un grupo de motociclistas del Medio Oeste norteamericano.
Se retrata el funcionamiento de estos clanes y familias, y la creciente complejidad a los que los somete el tiempo.
En este sentido, hay destellos épicos al estilo las narrativas de El Padrino y Buenos Muchachos: se parte de un inicio rústico, hasta el enjambre que resulta cuando se meten las drogas en la ecuación.
Es atractivo cómo se adentra en la psique de los personajes, interpretados por un elenco de primera. Austin Butler protagoniza al tipo fuerte y silencioso, de mirada intensa y melancólica. Es perfecto para estos roles introspectivos. También está el actor fetiche de Nichols, el siempre atinado Michael Shannon.
Pero sin duda, el plato fuerte es Tom Hardy, como el duro líder del clan, que a la vez inspira respeto y autoridad moral. Una especie de “paterfamilias”.
Lo que nos lleva a la frase inicial: los seres humanos nacemos para la libertad. Los motociclistas, con ese desprendimiento, desparpajo y rebeldía, parecen poderla alcanzar. Pero tampoco libran las cadenas: siempre hay un precio que pagar.