En este América no hay aspavientos ni histrionismos. No hay gritos teatrales en la banda ni declaraciones inflamadas en la sala de prensa como en el pasado con otros directores técnicos. Hay, eso sí, un tipo sereno y cerebral llamado André Jardine, que ha hecho del silencio una estrategia y de la eficacia una manera de vivir. Con él, el América ha dejado de ser el equipo que seduce con el toque para convertirse en uno que impone con la victoria. No siempre luce, pero siempre está. No siempre enamora, pero últimamente siempre gana.
Y esa es, quizás, la más temible de las virtudes.
Este América no pide permiso. Entra a la cancha con la frente en alto, como el invitado que, sin anunciarse, se acomoda en la mesa principal y la hace suya. Busca su cuarto título consecutivo y ya parece haber descifrado el secreto de las fases finales: no se trata de jugar bonito, se trata de saber cuándo apretar, cuándo resistir y, sobre todo, cuándo matar el partido.
En ese ajedrez futbolero emocional, Fidalgo es el alfil elegante que teje los hilos con un guante de seda y un compás en los pies. Es el bastión de la idea, el jugador que nunca pierde la cabeza cuando el balón quema o cuando lo golpean, y ¡vaya que lo patean! Y adelante, un Henry Martín cada vez más mítico, más icónico, más águila. Limitado, dirán algunos. Pero hay algo que supera cualquier límite técnico: la voluntad inquebrantable de estar a la altura de una camiseta pesada, sagrada. Henry entendió que en el América no se juega para lucirse, se juega para ganar. Ojalá otros equipos históricos tuvieran en sus filas jugadores con esa sangre, con ese orgullo y sin miedo a la responsabilidad.
Y Jardine, que ha hecho de la gestión su arte, incluso ha logrado extraer oro de jugadores en los que muchos no apostábamos nada, hoy hay incluso laterales que vuelan y crean. Agua de las piedras. Energía del desgaste. Confianza del error. Un entrenador que no grita, pero que convence. Que no se impone con volumen, sino con método.
Frente a él, el Toluca de Mohamed. Viejo zorro de mil batallas. Campeón como jugador y también como entrenador con este mismo América al que ahora enfrenta. Y lo hace con una escuadra que también tiene lo suyo: con Marcel Ruiz, fino como un reloj suizo, inteligente en cada pase, preciso en cada decisión, Un tipo subestimado a nivel nacional, pero que cualquiera querría tener en su once. Y con un Alexis Vega, ese talento volátil y eléctrico que parece haber reencontrado su mejor versión con un Toluca que lo abraza y lo deja volar. Cuando Alexis sonríe, la cancha se enciende.
Será una final con alma. Con historia. Con estilos que se chocan y se cruzan, que se respetan y se desafían. América y Toluca saben jugar con la pelota, pero también sin ella. Saben presionar, sufrir, esperar, castigar. Y sobre todo, saben competir. No es una final improvisada. Es una buena final.
Y sí, es importante —muy importante— que el América esté en la final. Porque su presencia convoca, polariza, enciende. Porque si el América juega, todos miramos. Los suyos, esperanzados en celebrar una dinastía moderna con cuatro títulos al hilo. Los otros, los que no lo son, como yo, frotándonos las manos por el posible tropiezo del más grande.
Así es el América: o se ama o se odia, pero jamás se ignora.
Que ruede el balón. Que hable la cancha. Que gane quien tenga más hambre, más fuego, más alma.
Y que esta final, quede escrita con tinta dorada en el libro del fútbol mexicano… o con lágrimas, que, al fin y al cabo, también son poesía.
