Jesús Reyes Heroles cumpliría cien años. El grueso de su obra lo he donado, pero observo un opúsculo dedicado por un compañero de trabajo; lo publicó Miguel Ángel Porrúa en 1982 y contiene la disertación de Jesús Reyes Heroles con la cual agradece el doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad de Alcalá de Henares el 26 de mayo de 1981. Reyes Heroles escogió para tal ocasión un tema cuya piel, como planta del desierto, está erizada con hirientes espinas. En busca de la razón de Estado intituló aquel ensayo cuyos resplandores prosísticos y eruditos nos dan cuenta de una solidez intelectual o, al menos, de una eficaz teatralidad discursiva. Ya sabemos cómo se las gastaba aquel hombre en los asuntos de la retórica. Criatura de Estado, que se desplazaba sin aparente incomodidad de una posición a otra dentro del aparato público, era también –quién sabe a qué horas– hombre de libros.
He escuchado a menudo que se trataba de un político que pensaba, pero bien podría afirmarse lo contrario: un intelectual fascinado por la acción; un monstruo bicéfalo que vivió en infernal tensión: como político estaba atado a una maquinaria que, aún en sus manos, comenzaba a mostrar un irrefrenable desgaste; como intelectual era visto con desconfianza por aquellos que, en el medio oficial, se guiaban solo por la urgencia de cada día. Ninguno como él, en su tiempo, fue víctima de la envidia de otros quienes, más poderosos que él, acababan por sacudirse aquella arrogancia mezclada con una ironía acentuada por su prognatismo y su mirada de lince. En medio del tumulto, un solitario. Se ha dicho que no tenía interlocutores, pero ¿de qué manera era posible enfrentar la truculencia retórica, de qué modo dialogar con quien más que esgrimir argumentos destilaba veneno? Pluma citable por los menos, voz inaudible para las mayorías. Sus maneras verbales ejercieron influencia de la buena y de la mala. Tal vez se fue dolido del gabinete lopezportillista: un cántaro de aguas amargas fue también.
La reunión de talentos –pensar y actuar en el centro de la polis– cabe en un individuo, por qué no. Mas ¿qué político y qué intelectual tenía en mente don Jesús? Que el político esté obligado a la reflexión, parece incuestionable; después de todo, administra valores, intereses; incuba estrategias, organiza. Que el intelectual actúe como político, no necesariamente. El desarrollo mismo de las sociedades desemboca en una compleja división del trabajo que asigna al intelectual determinadas funciones: ya la crítica, ya el encantamiento; el intelectual combate, duda, pone en crisis realidades, inventa mundos posibles. Su territorio de acción es la palabra: es un mosquetero, por así decirlo.
Más que al intelectual moderno –crítico en su acepción más ordinaria–, el paradigma de Reyes Heroles asemeja los sacerdotes de las colectividades premodernas que preservan las tradiciones; los bufones –analizados por Georges Balandier– que en las cortes educaban a su modo, con ironía y mordacidad, al Príncipe, y en las sociedades modernas han sido reemplazados por cierta especie de intelectuales cuya situación es más ambigua que la de los bufones, pues mientras éstos no dejaban de engendrar un desorden con sus burlas y verdades despiadadas, aquellos –los intelectuales– “asociados al poder, no ocupan sino una plaza periférica, la de responsables de las ideas, de las fórmulas y del estilo del régimen; (y por tanto) contribuyen más al mantenimiento de las apariencias que a su desvelamiento”.
¿Entendió Reyes Heroles la función social de la crítica o la confundió con la intransigencia? Su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de Historia, pronunciado unos meses antes de la masacre del 2 de octubre de 1968, debió dejar atónitos a sus oyentes: “Situado en el mundo etéreo de las ideas, el intelectual condena el más mínimo repliegue y el menor apartamiento de la totalidad de las ideas que el político profesa. Cuando éste recurre al gradualismo y evita acumular por su acción fuerzas y resistencias e intensificar su agresividad, el intelectual se encierra en la idea del todo o nada…” ¿Es el intelectual un inadaptado? Qué bueno que así sea.
Reyes Heroles se sentía capaz para las ideas y la acción. La figura de Ortega y Gasset le parecía limitada: un ensimismado que nunca comprendió el paradigma del intelectual político. Su ideal, en cambio, estaba más cerca de Mirabeau o de esa “figura dominante en nuestro siglo XIX: el intelectual político”. Pero en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de Historia, no cita un solo nombre que haya encarnado ese modelo.
Y si así hubiera sido, que en esa centuria abundaran tales ejemplos, ¿no ha sido diferente nuestro siglo, rico de punta a cabo en otros paradigmas? De un extremo a otro de la geografía política, están allí Alfonso Reyes, Antonio Caso, Jorge Cuesta, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz… todos ellos, cada uno a su modo, independientes del Príncipe, renuentes a la fascinación del poder.
Su discurso era informado, teorizante, pero a menudo indeciso y plagado de referencias, como el de un profesor un poco indigesto; su práctica, desconcertante: lo mismo dio pie a la alabanza, que a la decepción. Su desempeño en PEMEX le atrajo reconocimientos; como secretario de Educación siguió los pasos de José Vasconcelos; como secretario de Gobernación mereció de su jefe, el entonces presidente José López Portillo, tristes calificativos: ausente, flojo, indiscreto, pontifical, manipulador. Mis tiempos contiene las memorias de un mandatario desengañado y no sé hasta qué punto presa de arrogancia y envidia.
Reyes Heroles acuñó deslumbrantes aforismos a los que tal vez se vio obligado a dar la espalda. “La política es tan limpia que ni los políticos sucios logran mancharla”. ¿No la manchó él, tan proclive a la rencilla o la insidia, emponzoñado tal vez a su pesar por una cultura política autoritaria y degradada? Se deleitó en sumar enemigos y ganó a pulso una mala reputación, de hombre hiriente y visceral. Parecía no ir a lugar alguno. Manoteaba con elocuencia. ¿Quién fue Reyes Heroles? ¿El autor de una reforma democrática que abrió las puertas de una mayor participación política? López Portillo se atribuía la idea. ¿A quién creerle? Dos rúbricas en contienda feroz.
En los años que presidió su partido, el Revolucionario Institucional, se mostró dogmático, implacable con sus adversarios y opositores. Sus juegos verbales fueron a menudo sofismas diabólicos: “sí tenemos vicios pero no tantos como los contrarios nos imputan; si los tuviéramos entonces ellos no serían nuestros adversarios sino nuestros partidarios”. Así, lo peor anidaba en la alteridad. Su partido era la única esperanza: “La auténtica y verdadera expectativa del progreso democrático está dentro de nuestro partido”. Expectativa ligada a una Revolución muerta que él, ideólogo de un anacronismo, la llevaba y traía para consagrar como candidatos a quienes fueron, a la postre, un dolor de cabeza para sus gobernados: Luis Ducoing, Rubén Figueroa… Elegante envoltura para simples desechos.
Triste papel el de un hombre tan inteligente, pero infatigable en sus loas a Luis Echeverría, el mismo de las hazañas populistas tardías, el de la “guerra sucia”, el sospechoso cómplice de la CIA. Don Jesús defendió lo indefendible en el crepúsculo de un régimen manchado de sangre, fraudes, opresión. ¿Dónde tenía la cabeza en aquel momento de crispación histórica cuando ocurrió la masacre de estudiantes? ¿Creyó él también en la verdad oficial? Nadie hacía en el México de su tiempo una carrera como la suya sino obedeciendo, desgarrándose, renunciando a todo honor intelectual. ¿O el silencio ante la desgracia social es una actitud justificable del intelectual político?
¿Qué aportó finalmente a un régimen ambiguo, tejido con elementos contrarios: aquí postulados de un Estado de bienestar y allá prácticas autoritarias? Quiso darle –al régimen, digo– una alcurnia histórica, la de una noble originalidad basada en el liberalismo social. Pero ¿no fue éste golondrina que no hace verano? ¿Cuándo vivió México conforme a semejante doctrina? ¿Al amparo del juarismo, durante la larga dictadura de Díaz? El liberalismo social nunca fue una ideología orgánica –para decirlo con Gramsci– esto es, nunca organizó a las masas ni cultivó el terreno en que los hombres luchan y se mueren; en todo caso, fue “movimiento individual”, una doxa que dio lugar a una polémica.
A pesar de su esfuerzo por encuadernar teoría y práctica, subyacía en él una tensión –la del intelectual político– nunca resuelta, pues si por un lado intentaba dignificar con elocuencia una realidad devastada que conocía muy bien en sus dimensiones histórica y antropológica, por otro procuraba adaptar la teoría –rebajándola– a una práctica demasiado pobre, mellada por su caducidad histórica. Diríase que atrapado por una especie de Razón Oficial, desesperada en un callejón sin salida, su propuesta esencial para renovar el sistema político mexicano no pasaba de pequeñas concesiones a las minorías, allende las cuales solo se caía en una “democracia disolvente”, como si tal modo de vivir políticamente no entrañara semejante riesgo.
Una política democrática comienza con el reconocimiento de la pluralidad de identidades e intereses, al que sigue esa práctica de la modestia que convierte al supuesto enemigo en un adversario, es decir, en ese alguien con el cual se dialoga de verdad para abolir un disenso en bien de todos. Quien no entiende que la política es una prolongación civilizada de la guerra; que por tanto el polemos es consustancial al orden político, y la construcción de un nosotros se parece más a los trabajos de Sísifo que a la dádiva astuta, no ha entendido nada. La sociedad democrática es siempre frágil e inestable; gobernar en ella, un andar sobre campos tapizados de cardos. En el fondo, el discurso de Reyes Heroles padece lo que llamaba Gino Germani el “efecto de fusión”: aparenta congraciarse con los valores democráticos pero para robustecer las viejas y nefastas prácticas políticas. Es solo una máscara: un saber muerto.
Visto desde la perspectiva latinoamericana, el régimen político mexicano, durante los años setenta y ochenta, podía ser motivo de alivio: las dictaduras militares torturaban a los sudamericanos. Dar un paso en falso podía, es cierto, desencadenar un oprobio. ¿Era por eso que Reyes Heroles ponía sobre el tapete un discurso que, retocando levemente nuestras instituciones, reforzaba los rasgos autoritarios tradicionales del régimen? Tal vez, pero rehacer la Revolución, ahogando las pulsiones democráticas, era un contrasentido, una estrategia medrosa, indigna de un intelectual de su talla. Como ideólogo oficial, sus razonamientos no calzaban ya con las exigencias modernizadoras.
En busca de la razón de Estado es un breve texto pensado en el ocaso de su carrera; en él asoman la voluntad esclarecedora y un cierto resentimiento del político que ha abandonado, tal vez a su pesar, el bullicio de la polis. Por algo, sin venir a cuento, nos dice que “las ideas parecen defenderse con mayor eficacia que los hombres de la calumnia” [sic]. ¿Por qué buscar la razón de Estado? Probablemente porque un hombre como él, habitante del reino de la arbitrariedad, pretendía encontrar en algún lugar un poco de luz, esa racionalidad sin la cual el edificio del Estado se viene abajo; una racionalidad no tanto universal y abstracta, cuanto histórica, pues algún eco de Ortega y Gasset tenía que dejarse oír en sus disertaciones.
Trato de comprenderlo. Después de ese ir y venir por los pasillos del poder, buscaba asirse de un clavo seguro. ¿La razón de Estado se lo brindaba? Nos previene de aquello que la desvirtúa: razón dinástica, razón de grupo, derecho del gobernante a apartarse de la ley. Para él, la razón de Estado es lo que permite actuar al gobernante y, al propio tiempo, lo sujeta. Razón objetiva. Pero ¿de qué estrella se desprende semejante imperio? Reyes Heroles repasa la historia de la idea, pone acento en sus vaivenes semánticos; se pregunta si tiene sentido en su siglo. Acude a Meineeke para decirnos que la razón de Estado indica al político lo que debe hacer a fin de mantener el Estado sano y fuerte; sigue a Reale para advertirnos acerca de la historicidad de la idea.
No era un soñador sino un político actuante: la razón de Estado nos remite a la idea de un Estado óptimo que parte de lo dado sin renunciar a los cambios; per ende, receloso de la utopía. En este punto descubro el corazón de su discurso, no en las referencias a Maquiavelo o Giovanni de la Casa, autor de la expresión. Desde la perspectiva de un hombre que ha deambulado por las mazmorras del poder autocrático, acostumbrado a mirar desde esa oscuridad, la razón de Estado es esencial: fundamenta una supuesta racionalidad política; conserva y acrecienta el poder del Estado: define el arte de gobernar, determina las reglas del buen gobierno. Pero don Jesús no pasa de ahí. Y no porque le faltaran alas. Simplemente porque la idea no da para más, porque su aporía era barroca y decadente. Su misma interrogante final –¿es acaso posible realizar sin conocer?– carece de sentido. Pues la razón de Estado ha generado ya de suyo un saber, es decir, eso que Michel Foucault denomina la aritmética política; un saber ligado al concepto de policía en su acepción tradicional: ámbitos, técnicas, objetivos que reclaman la intervención del Estado. Conmemoración centenaria, que presagia una actualidad cruel. Una nueva autocracia, aderezada por la estulticia y el odio.