Ligia Urroz
María jamás había visto la nieve, tampoco los pinos. El clima tropical de su tierra solo tenía dos estaciones: cuando llovía y cuando no. A lo largo del año la temperatura oscilaba en torno a los 28 grados centígrados. El señor gordito al que le llamaban “Santo Clós” pertenecía al imaginario de un mundo lejano y gélido, los renos eran animales nunca vistos y eso los convertía en seres míticos, ¿cómo le hacían para volar si no tenían alas? El responsable de repartir los regalos en Nochebuena era el mismísimo niño Dios —y eso que apenas tendría unas horas de nacido—.
Cada 24 de diciembre, María salía a la calle a jugar al escondite con sus primos hasta que alguien —desde la casa— los llamaba a gritos a cenar el relleno de gallina con arroz blanco. Volvía con el bigote y la nuca sudorosos y las rodillas raspadas, peleando con alguno de los chavalos que había hecho trampa.
Esa Nochebuena era distinta, su abuela, con quien charlaba en un lenguaje de cejas levantadas, ojos pizpiretos y boquita parada se marchitaba conforme goteaban —como terapia intravenosa— los días decembrinos. La familia decidió que a lo largo de la cena tomarían turnos para entrar al cuarto de la abuela y acompañarla en esa noche especial.
Desde que había sido diagnosticada con cáncer de pulmón uno de sus remedios era que María se sentara a su vera a leerle cuentos y novelas. Le llegó el turno de acompañar a la abuela. Léeme un cuento, susurró la vieja. El sonido del oxígeno era un ruido blanco bajo la mansa voz de su nieta. La lectura de los cuentos de Edgar Allan Poe transcurría ante sus oídos a mayor velocidad que los temibles episodios de falta de aire, aquellos que la llenaban de horror y angustia; no quería morir ahogada pero el miedo alimentaba al miedo, una autofagia de terror donde los ataques de pánico eran recurrentes. A pesar de su aprehensión prohibió que la sedaran para no perder la lucidez, último reducto de dignidad que le quedaba. María empezó a leer El poder de las palabras, y bajo la frase lapidaria “perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle alas de inmortalidad” la abuela clavó sus ojos en un personaje que, sin tocar la puerta, entró a su habitación.
Era un hombre delgado —casi en los huesos—, con una espesa barba entrecana que se le desparramaba en el pecho. Vestía un uniforme verde olivo que le quedaba varias tallas más grandes. Sus manos eran costalitos de huesos apenas envueltos por un pellejo curtido por el sol. A pesar de su famélico aspecto, en las cuencas de sus ojos hundidos había un destello de luces y sombras como aquel que sale al inicio de las películas en las salas de cine, un recuento de acontecimientos donde confluyen asombros y destinos. Portaba una presencia tranquilizadora, cercana a lo que podría ser la de un viejo amigo. Eso sí, olía un poco raro, tal vez a milenios. Miró tiernamente a la abuela y soltó un jojojó que retumbó en aquellos viejos oídos provocándole una carcajada infantil.
El aparecido la tomó de la mano y la condujo sin inconvenientes hacia el transporte que aguardaba en el zaguán. La abuela subió ágilmente —y sin cansarse— a la carreta jalada por unos bueyes tan flacos como su dueño. Tomó sitio cómodamente a la par del conductor. Sus pulmones se abrieron permitiendo que el oxígeno llenara sus intersticios.
Los bueyes desplegaron sus alas y el “Santo Clós” tropical repartió jojojós sobre los techos de las casas, segando la noche con una guadaña color caramelo de menta.