El toro, animal primordial; está presente en casi todas las religiones antiguas; llegó a representar la fertilidad y también estuvo ligado a la muerte; fue sol y luna, agua y fuego; dio forma a los dioses celestes y a la naturaleza terrenal
Mythos y Logos
Un hermoso toro blanco, blanquísimo como piel de Venus, emerge del mar. Un grupo de esclavos lo esperan para sujetarlo y conducirlo a Cnosos. Es un regalo de Poseidón, señor de los mares, para Minos, rey de Creta, que habrá de sacrificarlo en honor de esa deidad protectora de su reino. Mas al verlo, Minos, cautivado por su belleza, no se atreve a darle la muerte, en cambio sacrifica otro de su propio establo. Encolerizado por el fraude, Poseidón siembra en Pasífae, mujer de Minos, una pasión aberrante; ésta se enamora del toro, copula con él y de esa unión nace el Minotauro, criatura monstruosa, mitad toro, mitad hombre, hombre con cabeza de toro a quien Minos, avergonzado, encerrará en el laberinto. El resto lo sabemos, Teseo dará muerte al Minotauro con el auxilio de Ariadne. Es ésta una de tantas versiones del mito donde el toro es el símbolo central. Es un animal primordial; está presente en casi todas las religiones antiguas; llegó a representar la fertilidad y también estuvo ligado a la muerte; fue sol y luna, agua y fuego; dio forma a los dioses celestes y a la naturaleza terrenal en toda su furia; lluvia y tormenta. El toro pertenece al mundo del mito, de los orígenes, de los rituales: el sacrificio y la danza. En ese mundo de la imaginación social nace y muere: es una bestia portentosa y trágica, entrañable para el hombre.
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Me sobrecoge verlo salir al ruedo de las plazas de toros en toda su majestad, sacudiéndose el polvo, soplando como un viento devastador, ignorante de su cruento destino. Acaso algo persiste del simbolismo religioso en las corridas de toros. Basta pensar que, en su mayoría, se celebran como motivo de las fiestas patronales: San Isidro, San Fermín. Así ocurre en España, en la provincia mexicana. Sin embargo, quienes crecimos atraídos por esa Fiesta, nos dejamos llevar por ella y punto. Sin preguntarnos nada. Durante mi adolescencia, lo más cercano a la felicidad era la visita dominical a la casa de los abuelos paternos y, después de la comida, sentarme frente al televisor en blanco y negro para gozar aquel misterioso encuentro entre toro y torero que, a veces, por instantes, se funden en un solo ser, como el Minotauro mismo, bajo el influjo sonoro de un ¡olé! Estremecedor, arcaico, como consagrado al culto de Dionisos.
La pasión taurina es para mí un legado familiar; el conocimiento, un fruto de la curiosidad personal. La preferencia por tal o cual espada–Arruza o Procuna, Garza o Silverio–dividía a la familia; pero se reconciliaba en la unánime nostalgia de Manolete, el divino narigón muerto en Linares y quien mi padre tuvo el privilegio de verlo triunfar en Irapuato. Aprendí a amar la Fiesta escuchando los encendidos debates; me adentré en sus secretos leyendo, observando las estructura física de la bestia, los tipos de embestida-impetuosa del toro peninsular, acompasada, casi cómplice del toro mexicano-. En silencio afiné la intuición: supe, desde que ví a Manolo Martínez por primera vez lidiando, descalzo sobre la arena húmeda, un novillito en la plaza México, sería una figura de época. Fue mi torero predilecto; lo admiré y odié sus claudicaciones y sus negligencias: por haber hecho del primer tercio un mero trámite, por su irresponsabilidad técnica a la hora de la suerte suprema. Pero ¡qué muletero! El legendario Rodolfo Gaona decía: “después de verlo a él, los demás me parecen feos”. Asistí con mi padre a su primera despedida; un pedazo de mi corazón taurino se fue con él.
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No sé cómo viven, cómo tratan a sus parejas, a sus hijos; si son virtuosos o hipócritas. Me refiero a aquellos protestan contra el espectáculo tauro-mágico afuera de las plazas. Desconfío de esas gentes; me recuerdan a una tía compasiva con los animales, pero indiferentes ante los crímenes que ocurren todos los días. Y sin embargo, los comprendo: los mueven otros aires, los de Logros, ese discurso digamos racional que considera, ingenuamente o no, que el progreso humano tiene que prescindir de la violencia. Mas me pregunto si esas mismas gentes están dispuestas a manifestarse contra las masacres, contra la corrupción de los dirigentes políticos, contra la desigualdad social.
Arte y combate
Jung decía, pensando en las corridas de toros, que subyace un deseo inconfeso y secreto de matar a la bestia que habita en nuestro interior. De ser cierto, el toreo es un combate, pero éste implica reglas y habilidades, es decir, un arte. En este sentido, arte y combate no se contraponen; por el contrario, se complementan: el toreo es un arte de combatir, de engañar con astucia incomparable. El problema, si lo hay, es que la noción de la lidia cambió mucho a lo largo del siglo XX: del toreo de pitón al toreo en redondo, de la demostración de carácter a cierto amaneramiento esteticista. La historia del toreo, en este periodo, ha sido la del triunfo de una estética tan resuelta como imprecisa, definida por un no sé qué, por un “duende”. En cierto modo, así se troqueló mi gusto, tal vez marcado por mi primer encuentro con la Fiesta Brava. Fue una tarde afortunada para Alfredo Leal, que lucía un bello terno grana y oro; toreó cadenciosa y limpiamente: con el capotillo, verónicas y chicuelinas; con la muleta, un temerario péndulo y tandas de naturales; todo con el engaño besando con delicadeza la arena, sin mácula, en diálogo perfecto con la bestia. Era apuesto, elegante. Un príncipe tacaño que solo rara vez prodigaba sus dones.
Mas nunca me encerré en tal paradigma. Tal apreciable es el carácter como la gracia, la sobriedad como el barroquismo, la determinación como la elegancia, la quietud como la danza, la solemnidad como la alegría. La estética de la tauromaquia es variada como diversas son las maneras de expresarse la victoria sobre el miedo a lo desconocido, a lo temible. Como en cualquier otro arte, para mí no hay escuelas: sólo estilo personal. Cuando un espada domina su oficio, crea su identidad, su ser auténtico, inconfundible. Los valores estéticos de la tauromaquia tienen una doble dimensión: están inscritos en el quehacer del diestro y también en el gusto público; no son, pues, solamente evidencia ni mera subjetividad. La calidad de un vino se acredita en sus propiedades intrínsecas y en la degustación. Lo que aquí digo vale a penas para quienes habitan en el “planeta de los toros”. Para los que son ajenos parecerá charlatanería, alegato encubridor de un crimen.
La tauromaquia implica técnica, valores estéticos… y emoción; una emoción que el torero destila y provoca en las masas; esa emoción que a torrentes derramaba Silverio Pérez cuando lograba sobrepasar la cortedad de su poderío. Sin emoción no hay nada. Alguna vez leí una carta que alguien dirigía a un amigo tratando de convencerlo de que el toreo es un arte a partir de las imágenes de una faena de Rafael de Paula. No lo logró; no había sensibilidad de por medio. Para quien no conoce ni siente, todo es “la misma estupidez de siempre”, como decía Luis Cardoza y Aragón.
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Así como no creo en las escuelas, tampoco en los litorales, en esos que cierran las puertas a los espadas nacidos en otras tierras cuando éstos devastan las seguridades lugareñas. Aborrezco tanto a los españoles que ven con recelo el brillo de los toreros “indios”, como a los mexicanos que regatean la hegemonía peninsular o el esplendor de toreros provenientes de países menos taurinos que el nuestro, por así decirlo. ¿Quién en México puede alcanzar hoy las alturas de un José Tomás o El Juli, maestros incomparables?. Aunque admito que mi paisano Octavio García “El Payo”, afina cada día su quehacer.
Epílogo
En un muro de la peluquería donde arreglan el cabello, observo largamente una banderilla ensangrentada; fijo la mirada en el arpón. Pienso en el sufrimiento del animal y la tragedia de matadores que vi torear: las vísceras a la intemperie de Antonio Lomelín, a la invalidez de Julio Robles, la muerte del Paquirri… Reflexiono y decido con sensatez de viejo, como lo que soy. Nunca más pisaré una plaza de toros, no puedo subir y bajar las gradas. Añoraré la fiereza del toro, las bellas suertes, las nupcias sensuales de sol y tabaco. Por solidaridad con mi pasado, no militaré contra la Fiesta. Morirá sola. A su debido tiempo. Como toda creación humana. Pero no ahora. La pandemia es una pausa. La demolición de la Plaza Santa María un atropello.