Personas informadas y quienes por desinterés o porque no es necesario estar al tanto de todo lo que acontece, coinciden en señalar que en la crisis en Ucrania, México juega un papel importante en la estrategia rusa. No está claro en dónde confluyen sus percepciones, pero algo deben estar viendo en la actitud del presidente Andrés Manuel López Obrador frente a Estados Unidos y Rusia para generar esas ideas. México juega hasta ahora sólo en el imaginario del Kremlin, más para ejemplificar lo que consideran un justo reclamo, que como parte de su geoestrategia. Esa impresión quizás surgió en diciembre, cuando al subrayar la preocupación rusa de que Ucrania se sumara a la OTAN, el presidente Vladimir Putin respondió:
“No estamos desplegando nuestros misiles en las fronteras con Estados Unidos, no. Por otro lado, Estados Unidos está desplegando sus misiles cerca de nuestra casa, en la puerta de nuestra casa. ¿Estamos exigiendo algo excesivo? Simplemente les estamos pidiendo que no implementen sus sistemas de ataque en nuestra casa. ¿Qué tiene eso de inusual o peculiar? ¿Qué pensarían los estadounidenses si, por ejemplo, decidiéramos dirigirnos a la frontera entre Canadá y Estados Unidos, o México, y simplemente decidiéramos desplegar misiles ahí? ¿Acaso México y Estados Unidos nunca tuvieron disputas territoriales? ¿Qué pasa con California? ¿Con Texas? ¿Se olvidaron de eso? Nadie recuerda esas cosas de la misma forma como sí recuerdan Crimea”.
Esa reflexión en diciembre durante una conferencia de prensa en el Kremlin, motivó publicaciones de que Putin quería una base militar en México, lo que era falso. Lo que sí planteó, en enero, fue incrementar la asistencia militar a Cuba, Venezuela y Nicaragua, y sugerir que sus aviones de combate sobrevolarían el Golfo de México. Esas declaraciones fueron hechas al escalar la confrontación con Estados Unidos y la Unión Europea. Hoy, estallado el conflicto, México ha insistido en una salida político y diplomática, tomando el lado ruso.
López Obrador, que siempre argumenta a favor de la autodeterminación de los pueblos, ha callado sobre la autodeterminación de los ucranianos. Siempre antepone la Doctrina Estrada como eje rector de su política exterior, pero hoy la olvida. Ha guardado un silencio vergonzoso ante el ataque militar a Ucrania y la ocupación de territorios, pese a la flagrante violación del Derecho Internacional. Muy lejos del presidente Vicente Fox, que no apoyó al presidente George W. Bush para invadir Irak, y del presidente Carlos Salinas, que le dijo al presidente George H.W. Bush que la invasión a Panamá iba contra los principios de México y la Doctrina Estrada.
No levantó su voz contra la intervención rusa, de la manera como lo ha hecho repetidamente contra Estados Unidos por el embargo a Cuba. Peor aún, al mismo tiempo que tomaba partido con Putin, acusaba al gobierno del presidente Joe Biden de injerencia y vinculaciones a grupos que se le oponen. La locuacidad binaria de López Obrador suele meterlo en problemas, pero en este caso, aunque no son explícitos, son profundos. Su posición a favor de Rusia lastima la credibilidad de su gobierno y hace ver mentirosos a sus representantes, como al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, quien afirmó que México está en contra de que se ponga en duda la integridad de un país independiente como Ucrania, pese a que las acciones ordenadas por el presidente van en sentido contrario.
La Presidencia y la diplomacia mexicanas están en un problema más serio de lo que se puede imaginar. El eje con el cual quieren estar, Rusia, China, Cuba, Venezuela y Nicaragua, se está volviendo insostenible, porque en las condiciones actuales México tiene que tomar partido en el bando contrario por un sencilla razón: el acuerdo firmado entre los gobiernos de López Obrador y Biden el 9 de septiembre en el marco del Diálogo Económico de Alto Nivel, “para garantizar de la mejor manera que Estados Unidos y México enfrenten los desafíos de nuestro tiempo y aseguren que nuestros pueblos prosperen”.
Esos desafíos pasaron de ser un escenario a una realidad que, en palabras del G-7, las siete naciones más industrializadas de occidente -los dos socios de México en el T-MEC forman parte de él-, amenaza el orden internacional. El documento firmado lo integran cuatro “pilares” que rediseñan la relación bilateral. Tres de ellos fueron ratificados por los presidentes Enrique Peña Nieto y Barack Obama en 2013, pero uno nuevo, el Pilar III, construye una alianza estratégica de apoyo a Estados Unidos para su lucha a largo plazo con Rusia y China, para “la mitigación de riesgos en temas relacionados con las tecnologías de información y comunicación, redes, ciberseguridad, telecomunicaciones e infraestructura”.
Ese pilar tiene nombre y apellidos en los destinatarios, los viejos enemigos de Estados Unidos. Lo que Biden quiere es frenar y neutralizar de Rusia y la amenaza que implica su desarrollo militar en inteligencia artificial y computación cuántica, capaz de descifrar códigos de data y penetrar y alterar cualquier sistema que desee. No se necesita artillería ni armas nucleares para devastar a un país mediante ese tipo de arma cibernética en, por ejemplo, las cadenas de suministro global. Con los chinos enfrentan la nueva guerra mundial, que es digital, que van perdiendo en la dominancia de las cadenas de telecomunicaciones con tecnología 5G, considerada una de las más grandes amenazas para la seguridad y la economía de Estados Unidos.
Hace casi cinco meses México selló ese acuerdo y tomó su lado en el tablero geoestratégico. Hoy, López Obrador lo está rompiendo y repudia las acciones de Estados Unidos. Seamos claros. El presidente tiene el mandato para tomar decisiones en nombre de los mexicanos, y si considera que desconocer los acuerdos con Estados Unidos porque asume que participan de una campaña de desestabilización y respaldar a Rusia es el camino, que tome la decisión y asuma las consecuencias. Pero debe actuar con la cabeza y no con el hígado, porque si se equivoca, todos pagaremos las consecuencias.
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