Las últimas encuestas presidenciales en Estados Unidos no recogen el sentir sobre el atentado a Donald Trump. Aun así, el expresidente aventaja por cuatro puntos al presidente Joe Biden (47% contra 43% en el agregador de noticias de Fivethirthyeigth), y un importante número de analistas en Estados Unidos y el mundo consideran que el atentado pone en el carril de la victoria a Trump en las elecciones de noviembre a partir de la imagen de su cara dura, el puño en alto con la sangre en la cara y la bandera ondeando a sus espaldas, que evocan la heroica batalla de Iwo Jima, inmortalizada en un monumento junto al cementerio en Arlington.
Aunque hay razones para pensar en su victoria, no se pueden adelantar vísperas a partir de algo que no es excepcional. La violencia política no es algo ajeno a la vida pública en Estados Unidos y, para ubicarnos, tampoco en el mundo. El ataque a Trump, que está siendo empaquetado como una violencia política contraria a la esencia democrática del país y como resultado de la polarización, que si bien él desató sus adversarios políticos se mimetizaron y respondieron en iguales términos, no es más que una hipótesis por el momento, que no se sostiene en la historia.
Ronald Reagan iniciaba su gobierno cuando a la salida del Hotel Washington recibió un tiro en la cabeza de John Hinckley, cuyo único propósito era impresionar a Jody Foster, de quien quedó cautivado después de verla actuar en Taxi Driver. Gerald Ford sufrió un atentado en 1975 en Sacramento, la capital de California, al dispararle sin éxito Lynette Fromme, una de las figuras más radicales del culto a Charles Manson. George W. Bush y Mikheil Saakashvill, presidente de Georgia, una exrepública soviética, escaparon de morir en 2005 por una granada lanzada por Vladimir Arutyunian, un joven de 27 años que quería asesinarlos porque no concebía que su país fuera “títere” de Estados Unidos.
La historia de Estados Unidos está llena de atentados, algunos que terminaron en tragedias (Abraham Lincoln, James Garfield, John F. Kennedy, William McKinley y John F. Kennedy fueron asesinados), y otros como el sustituto de McKinley, Theodore Roosevelt, a quien le dispararon en 1912 durante un discurso en su campaña por la Presidencia en Milwaukee, donde ayer inició la Convención Republicana que ungirá a Trump como su candidato, y vivió con la bala en el pecho hasta su muerte siete años después. Su agresor, John Schrank, fue liberado porque el jurado lo consideró loco. En Estados Unidos, escribieron ayer en The New York Times los historiadores Matthew Dallek y Robert Dallek, de los 46 presidentes y un expresidente que pasaron por la Casa Blanca, casi una cuarta parte fueron asesinados o sobrevivieron a un atentado.
La violencia política, dijo Biden el domingo, Reagan en su momento y otros muchos políticos estadounidenses también, no es parte de la cultura de ese país. Al contrario, es bastante común. Hay otros países donde no lo es tanto, como Suecia, donde fue asesinado en pleno ejercicio de su cargo como primer ministro, fue asesinado en 1986 una de las grandes figuras de la socialdemocracia, Olof Palme, mientras paseaba con su esposa por las calles de Estocolmo por un desconocido que nunca fue atrapado ni sus motivos descubiertos. Aquí en México Luis Donaldo Colosio fue asesinado por Mario Aburto, una persona con personalidad borderline que confesó su culpabilidad, y se contradijo en sus motivaciones. No era el primer magnicidio. Antes se dieron los asesinatos de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, que tuvieron un perfil político.
Igual sucedió con el asesinato de otra de las grandes figuras de la historia, la primera ministra de la India, Indira Ghandi, acribillada en 1984 por sus guardaespaldas sijs, meses después de haber ordenado una operación militar para detener a militantes sijs que habían tomado el Templo Dorado, su sitio más sagrado. Anwar Sadat, el presidente egipcio que firmó la paz con Israel, fue asesinado durante un desfile militar en 1981, cuando un grupo de soldados fundamentalistas se detuvieron frente a la tribuna donde estaba y le dispararon. Y Margaret Thatcher, la primera ministra británica, sobrevivió a una bomba en 1984 colocada por el Ejército Republicano Irlandés, en medio de una escalada de violencia entre republicanos y unionistas -respaldados militarmente por Londres- en Irlanda del Norte.
La violencia política, vista a través de la historia, no es algo inusual en ninguna sociedad, aunque siempre impacta y provocan discursos pacifistas y críticos sobre los aspectos más tóxicos de las sociedades. El atentado contra Trump refleja una de estas facetas, al recibir un disparo aparentemente de un fusil de asalto R-15, del mismo calibre que los republicanos se niegan a prohibir. La polarización, una de las discusiones más agrias en la actual campaña presidencial, está siendo metida como parte indisoluble del contexto del atentado, pero aún no se sabe si esta inspiró realmente el ataque.
La polarización, porque genera climas que a su vez construyen condiciones para asesinatos, no puede ser minimizada. Tiene diferentes caras y sus consecuencias las determina la impunidad, como en febrero de 2020, cuando una turba asaltó el Capitolio para descarrilar la calificación presidencial de Biden, pensando probablemente que saldrían impunes porque Trump estaba en la Casa Blanca. Si no hubiera sido presidente, posiblemente, como sucede en los países donde se aplica la ley, habrían pensado dos veces las cosas.
En muchos países hay locos, iluminados o quienes están dispuestos a cambiar su vida por la de la víctima por alguna razón política, como sucedió en los atentados contra Ghandi, Sadat, o Isaac Rabin en 1995 en manos de un ultraderechista para descarrilar el proceso de paz con los palestinos. Pero en los países donde la ley no se aplica, el clima que produce polarización en un entorno de impunidad, mata. Con clichés y lugares comunes no se combate la polarización. Tampoco se disipa con actos de fe o mentiras. Es una enfermedad que llega y no se cura. Se acota si la ley prevalece. Si no, encontramos a México.