La cruzada emprendida por las mentes más lúcidas de la Cuarta Transformación, incluidos Marx y Salamerón, me parece tan importante, significativa y liberadora de las cadenas del colonialismo mental; ruptura indispensable para lograr la convocada revolución de las conciencias a la cual hemos sido todos llamados, como para no dejarla inconclusa.
Debemos acabar con todos esos vestigios simbólicos del esclavismo colonial, de la inquisición, con todo y sus iglesias y catedrales; del imperialismo primitivo y clasista y racista; de la evangelización forzada, de la destrucción de las mitologías indígenas, del despojo y el expolio.
Y eso no se logra nada más –aunque sea un buen comienzo–, poniendo una cabezota de fallida inspiración olmeca con nombre mexica en el paseo de la Reforma, trazado por un francés en honor de una emperatriz austriaca. Fuchi caca.
Por lo pronto propongo, en franco aprovechamiento de la reunión de la CELAC, simbólicamente programada en México durante las fiestas patrias (en honor a la equidad deberían llamarse “matrias”, porque ya quedamos en abominar del falocentrismo machista), pido solemnemente a nuestros hermanos bogotanos, antioqueños y cartageneros, el cambio de nombre de Colombia y de paso también de la ciudad de Medellín.
–¿Cómo uno de los países más cultos de América Latina (no Iberoamérica porque eso suena a “Iberósfera” voxiana), puede en su nombre cargar con el oprobio de Cristóbal Colón quien no descubrió nada sino abrió simplemente las puertas al esclavismo, la explotación y la destrucción de las avanzadísimas culturas de esta parte del mundo, por cuya amplitud de conocimientos era posible fundir el hierro, lanzar al espacio satélites de telecomunicaciones, fermentar el pulque y viajar a la Luna?
Como todos sabemos Colombia se llama así desde el Congreso de Angostura, (15 de febrero de 1819 por Simón Bolívar) cuando se “bautizó” la Gran Colombia. Antes fue el virreinato de Nueva Granada (1550), pero Colombia, Colombia como república, desde 1886.
También deberíamos retirar nuestra embajada en Washington y mudarla a Ottawa, en esa modalidad concurrente, mientras los estadunidenses no modifiquen el nombre de su distrito capitalino.
–¿Cómo vamos a tener (jurídicamente) un pedazo del territorio nacional en el Distrito de Columbia?
Por eso don Pancho Villa fue un visionario: atacó Columbus, Nuevo México; no confundir con Columbus Ohio. Él ya se daba cuenta de cómo Colón significaba la propaganda de los imperios.
También deberíamos proponer en las Organización de las Naciones Unidas, una resolución (sería, creo la 37648298563435 A) para cambiar el nombre al continente, porque América se le debe al cartógrafo Vespucio, cuyo mérito mayor, además de hacer mapas, era tener una parienta buenísima (dice Arciniegas), cuya belleza le sirvió de modelo a Don Sandro Botticcelli para pintar su Venus emergiendo del mar. Se llamaba Simonetta, por cierto.
Pues el tal Amérigo (Américo, en castilla, lengua también execrable por ser el verbo de la espada), era parte importante de la Casa de Contratación de Sevilla, donde se reunían las tripulaciones y se preparaban los viajes de colombino seguimiento. Además, Amérigo era casi compadre de Colón (hasta casa compartieron un tiempo), y por lo tanto, “coyotes de la misma loma”.
Este continente se debería llamar, por ejemplo, “Tlalli”. Como la macrocefálica alegoría olmeca (sin cuerpo), porque si esa palabra significa “tierra”, bien le vendría a todo el macizo continental.
Lo importante es lograr esa “revolución de las conciencias”. Desterrar de nuestro pensamiento todo aquello enraizado en la noción del humano competitivo (motivo de guerras y conquistas), para dar sitio al hombre fraterno, quien todo lo comparte y lo reparte en forma de tarjetas del “Bienestar”.
Lograr un corazón universal, tan grande y generoso como para colmar con él los límites del infinito y ser como las reinas
de la belleza, quienes con lágrimas en los ojos siempre nos repiten su mejor deseo: la paz del mundo.