Cuando el discurso público se ha degradado al nivel de corcholatas y dimes y diretes entre el presidente y sus “adversarios”, es conveniente tratar de encontrar en la sapiencia y experiencia de sabios y estudiosos, el camino para recuperar la dignidad y el decoro que requiere el quehacer político, reducido hoy a politiquería, farsa teatral matutina.
El interés colectivo, los asuntos de interés nacional, son rehenes de los intereses particulares de quienes se disputan el poder por el poder mismo, no por una causa común a todos los mexicanos.
El actual titular del poder ejecutivo se ha asumido como redentor de los pobres y transformador del régimen, sin ser lo uno ni lo otro. Devenido de presidente a líder de su partido, ha corrompido la democracia representativa sometiendo al poder legislativo y presionando con todo su poder al poder judicial para que se pliegue a sus condiciones, por ilegales que sean. Son sus tiempos y sus intereses que lo han llevado a la centralización de la administración y a la utilización burda de los programas gubernamentales con intenciones electorales.
Tocqueville lo advirtió: (La democracia en América. 1838) “La centralización logra someter los actos de los hombres a una cierta uniformidad….mantener a la sociedad en un statu quo que no es propiamente ni decadencia ni progreso, inducir en el cuerpo social una especie de somnolencia administrativa” y también dijo: “Confieso que es difícil indicar con certeza el medio de despertar a un pueblo que dormita, para infundirle las pasiones y la ilustración de que carece; persuadir a los hombres de ocuparse de sus asuntos es una ardua empresa. A menudo resultaría más fácil interesarles en los detalles de una corte que en la reparación de la casa común.”
Ha sucedido lo advertido. La sociedad está más interesada en los dimes y diretes entre Xóchitl Gálvez y el presidente, entre Ebrard y Scheinbaum, que en saber que va a pasar con la casa común. Lo dicho hace dos siglos se actualiza hoy. La centralización del poder en la figura presidencial somete las iniciativas sociales a su albedrío y humor personal y no tarda como lo advirtió Tocqueville en: “llamar a los ciudadanos en su ayuda pero les dice; obrareis como yo quiera, y precisamente en el sentido que yo quiera… Trabajareis a oscuras y más tarde juzgareis mi obra por sus resultados”. Bueno sería que también se tomara en cuenta su advertencia: “El hombre está hecho de tal modo que prefiere permanecer inmóvil a marchar sin independencia hacia una meta que ignora.”
En la actualidad, la rupestre política o politiquería presidencial ha reducido la democracia a la supremacía de las mayorías sobre las minorías, renunciando a los equilibrios sociales tan necesarios en la pluralidad de la sociedad contemporánea.
Para los políticos actuales, la democracia significa sumar votos y olvidarse de pensar. No importa el cómo, sino que la emoción desplace a la razón. Que el chascarrillo irresponsable sustituya a la respuesta puntual y razonada para que sea la frivolidad la que se ocupe de distraer del incumplimiento de las obligaciones gubernamentales.
Y aquí conviene recuperar a Sartori como un intento de volver la atención a los fundamentos de una democracia auténtica y funcional.
Para Sartori, el antónimo de la democracia es la autocracia, no es lo contrario a un régimen opresor sino a la aristocracia, a la desigualdad; y la democracia social “el conjunto de pequeñas comunidades y asociaciones voluntarias concretas, que vigorizan y alimentan a la democracia desde la base, a partir de la sociedad civil.”
De cara a esas definiciones, ¿realmente lo que tenemos en este régimen es una democracia? No se es demócrata cuando se rompe la unidad social para agenciarse una clientela electoral y no se puede recurrir al uso de la misma para impulsar un proyecto transformador que nadie conoce, pues lo que trasciende es revanchismo y resentimiento clasista, no un ideal nacional.
Para Sartori el ideal democrático no define la realidad democrática. Una democracia real no puede ser una democracia ideal, pues la real resulta de las interacciones colectivas, del deber ser, no de lo que el autócrata quiere ser o define como su ideal.
Respondiendo la pregunta de párrafos anteriores, no podemos decir que vivimos en democracia con un país dividido y amplios segmentos marginados, sin voz y sojuzgados por una mayoría legislativa, impuesta con argucias y electa por clientelas hechas con fondos gubernamentales.
No es ético y debiera ser castigado, el ostentarse como demócrata y actuar como dictador. Sin embargo, en este régimen, lo superfluo sustituye a lo esencial en la parodia matutina, mientras la corrupción, la desigualdad y la inseguridad aumentan.
Leer y rescatar el pensamiento de los clásicos y teóricos de la democracia nos lleva a reconocer que tan lejos estamos de conseguirlo y que tan brusca ha sido la detención de la persecución del ideal democrático.
Tiempo es para la reflexión antes de las decisiones del próximo año electoral, pero mal augurio es, que la descalificación del contrario empiece por la venta de tamales, reduciendo la contienda a la exclusión y el clasismo.Como lo es también que en ambos bandos la competencia los lleve a violar la ley con subterfugios.
A la contienda democrática le falta fondo, sustancia, quienes la aportan no emocionan, y ahora a eso se ha reducido la práctica democrática al manejo inmoral de las emociones.