La teoría de la división de poderes refiere que el poder debe estar separado en tres ramas o funciones: el Poder Ejecutivo, que ejecuta; el Legislativo, que legisla, y el Judicial, que juzga conforme al control constitucional de las leyes, sin olvidar su papel de última instancia en un asunto específico que involucre a un ciudadano/a o grupo de ciudadanos/as. Esta misión del control constitucional, así como de impartición de justicia, sin duda impacta en diversos ámbitos de la vida jurídica, social, económica y política de un país.
Por ejemplo, diversas supremas cortes en muchos de los regímenes presidenciales del mundo están llamadas a resolver jurídicamente desde diferendos entre autoridades centrales y locales, y entre mayoría y oposición políticas, hasta cuestiones trascendentes y diversas, como la interrupción voluntaria del embarazo, la participación directa de la ciudadanía en las decisiones públicas, la libertad de los medios de comunicación, la inmigración, los problemas raciales, los derechos humanos, los derechos sociales, entre otras.
En este contexto, la independencia de este Poder respecto de los otros dos es fundamental. En el caso de la Corte Suprema de los Estados Unidos, cuando el Ejecutivo realiza una propuesta discrecional de un juez o jueza que tenga reconocimiento por su formación y profesionalismo jurídicos, el Senado tiene la responsabilidad de ratificar o no el nombramiento. Este procedimiento se aplica en países como México, Argentina y Brasil, entre otros.
En el caso de las y los magistrados de la Corte Suprema estadounidense, su encargo es vitalicio, aunque tienen, en todo momento, la facultad de retirarse a los setenta años.
Actualmente, con el reciente fallecimiento de la jueza Ruth Bader Ginsburg y la probable ratificación de Amy Coney Barrett, candidata a ocupar ese lugar en la Corte Suprema de aquel país, haría que ésta contara con seis jueces/as “conservadores”, nombrados por gobiernos republicanos, y tres “liberales”, nombrados por gobiernos demócratas.
Barrett se ha declarado “originalista”, y su filosofía es aplicar la ley tal y como está escrita, es decir, tal y como fue “concebida” en el siglo XVIII, lo que podría significar, eventualmente, que se tome poco en cuenta la evolución histórica y de valores sociales en ese país. Ella ha señalado que “los jueces no son legisladores y deben de estar decididos a dejar del lado cualquier punto de vista político que puedan tener”, también “ha demostrado su buena fe conservadora sobre los derechos de armas, la inmigración y el aborto (…)”.
Si bien la mayoría de las cortes supremas son las máximas intérpretes de la Constitución y pueden definir su sentido o significado, ello no les otorga automáticamente un poder ilimitado, ya que sin el apoyo de las otras dos ramas del Gobierno no podrían imponer sus sentencias en un país.
Si analizamos otros ejemplos de cortes supremas, se puede observar que éstas pueden incluso contradecir al poder en turno que, en muchas ocasiones, llevó a designar y a ratificar a sus integrantes o a algunos de ellos, generando con esto cambios sociales, políticos, jurídicos y económicos importantes para los países.
En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha sido una institución indispensable para salvaguardar el Estado de derecho como uno de los pilares de nuestra democracia. En ese sentido, no ha dudado en hacer valer la Constitución, por ejemplo, entre poderes locales y federales.
Hace unos días, la SCJN avaló la consulta ciudadana para determinar si el pueblo quiere o no que se enjuicie a los ex presidentes de la República u otros responsables políticos. Ello es y será un logro determinante en el combate a la impunidad y a la corrupción social y política. Sin duda, la Corte deberá seguir siendo la guardiana de la Constitución, es decir, de los derechos individuales, sociales, políticos y democráticos de la población.
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