Nadie lo podría confirmar estadísticamente, pero tal vez el número de escritores y poetas suicidas en el siglo XX es el más alto de la historia. Y podríamos añadir que no sólo en términos cuantitativos, sino sobre todo cualitativos, si consideramos la fama y enorme reconocimiento alcanzado por muchos de ellos antes (y después, más aún) de quitarse la vida.
Los métodos usados por estos genios tristes fueron diversos. En un recuento rapidísimo hay que señalar que la muerte de Ernest Hemingway fue al parecer una de las más violentas, quizás para no desmentir la reputación que tanto trabajo le costó forjar. El autor de El viejo y el mar, como se sabe, tomó una mañana la escopeta y la apuntó contra sí mismo. Otro tanto hizo Vladímir Mayakovski, el poeta ruso que se suicidó disparándose al corazón, pero con una pistola. No pudiendo instaurar en este campo las reglas futuristas que a él le habrían gustado, siguió las prácticas del romanticismo decimonónico (con todo y nota de despedida).
En esa misma tesitura, brusca donde las haya, cabe pensar en la muerte de Yukio Mishima, el escritor japonés que ordenó su propia decapitación dentro del ritual del seppuku, que es el paso siguiente al harakiri, el cual implica “solamente” el desentrañamiento.
Muy en el estilo de Alfonsina Storni, quien prefirió una muerte acuática, Virginia Woolf, la autora de La señora Dalloway optó (unos pocos años después de la poeta uruguaya) por hundirse en el río Ouse cargada, para no errar, de piedras.
Autores como Sylvia Plath, Yasunari Kawabata o Anne Sexton prefirieron intoxicarse inhalando gas o monóxido de carbono; quizás era lo que tenían más a la mano y, al parecer, el “atractivo” de esta forma de suicidio es que antes de la muerte sobreviene un sueño profundo que hace imposible el dolor.
Sin ánimo de parecer burlón ante la tragedia (en cuyo caso debería decir en mi descargo que buena parte de los suicidas que he mencionado tenían, a pesar de su profunda depresión o sufrimiento diversas y exquisitas formas de humor y sentido lúdico de la existencia) hay que considerar aparte a los, digamos, más arrojados, aquellos que prefirieron saltar por los aires como experiencia última.
Pienso en el gran poeta Hart Crane, uno de los menos conocidos en este listado que hemos improvisado, autor de unos versos que nunca podrán caer en el olvido, porque “el olvido es lluvia a la noche, / o una casa vieja en el bosque, o un niño. / El olvido es blanco, blanco como un árbol maldito, /
y puede aturdir a la sibila en la profecía / o enterrar a los Dioses. / Puedo recordar mucho olvido”. Y pensando en algo así fue que saltó de un barco en 1932.
Otro poeta, John Berryman –quien escribió, desesperanzado: “la vida, amigos, es aburrida”– siguió los pasos de Crane hacia el vacío saltando de un puente. Esa gente que se lanza a morir como ave sin alas siempre me ha impresionado, porque parece ser que son los que menos planean su trágico final. Todo indica que un arrebato de dolor y/o desesperación los movilizó en sus últimos instantes.
Sin embargo –aquí sí con las estadísticas más que evidentes– debemos advertir que el método preferido por los escritores y poetas para dejar este ingrato mundo sigue siendo el de la sobredosis de toda clase de barbitúricos. Ese procedimiento fue puesto en práctica por escritores y poetas tan diversos como Alejandra Pizarnik, Arthur Koestler, Stefan Zweig, Klaus Mann o Cesare Pavese, entre otros muchos.
Por cierto, se acaban de cumplir 75 de la muerte de Pavese. Se trata, en esta nómina de suicidas, de un caso muy especial. A diferencia de muchos otros aquí enlistados, Pavese había hecho público desde hacía tiempo su deseo de quitarse la vida; era tal su manifiesta obsesión que no faltaban quienes con frialdad le decían que se suicidara de una buena vez y que dejara de fastidiar con el tema.
El detonante, pero no la causa última, fue un amor no correspondido con la (guapísima) actriz norteamericana Constance Dowling. A la fecha, Dowling es más recordada por su fatal relación con Pavese (y antes con Elia Kazan) que por sus películas, pero es importante apuntar que el propio poeta la exoneró de toda responsabilidad frente a su muerte, seguramente porque sabía que es perverso y de muy mal gusto achacarle a alguien una decisión tan terrible y dura.
Sin embargo, al haberle dedicado uno de sus últimos y más conocidos poemas («Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. / Será como abandonar un vicio, / como contemplar en el espejo / el resurgir de un rostro muerto, / como escuchar unos labios cerrados./ Mudos, descenderemos en el remolino») la pobre de Dowling fue vista por cierta leyenda como la femme fatale que lo condenó a muerte. Fue un error suponerlo, porque si algo queda claro después de pasar revista a casos como el de Pavese, es que con los suicidas nunca se sabe nada realmente.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez






