En mi columna anterior, expliqué cómo, en un contexto electoral caracterizado por intensa polarización, convencer a ciudadanos firmemente posicionados para cambiar su postura es sumamente complicado. Sin embargo, mencioné que existen situaciones excepcionales que pueden impactar de forma generalizada a vastos sectores de la población de manera simultánea, logrando unir a los polarizados. Estos eventos inesperados que surgen justo antes de una elección no distinguen entre ricos o pobres, polarizados, moderados o indecisos, afectándolos a todos por igual y al mismo tiempo. Me refiero a lo que, en Estados Unidos, desde 1980, se conoce como la “sorpresa de octubre” o más recientemente como “cisnes negros”, que, a lo largo de la historia, han dado vuelcos inesperados a muchas elecciones en diversos países.
El término “sorpresa de octubre” fue acuñado por William Casey cuando se desempeñaba como director de la campaña presidencial de Ronald Reagan en 1980. Durante ese año, la situación de los rehenes estadounidenses en Irán dominaba los titulares. Carter estaba trabajando intensamente para asegurar su liberación antes de las elecciones, esperando que un éxito en esta crisis mejorara su posición electoral, los rehenes no lograron ser liberados hasta después de la elección, específicamente el día de la inauguración de Reagan, el 20 de enero de 1981. Sin embargo, la anticipación y especulación sobre un posible éxito diplomático de última hora que podría haber impulsado las posibilidades de reelección de Carter es lo que cimentó la idea de la “October Surprise” en el imaginario político estadounidense.
Otro ejemplo es el giro en las elecciones españolas de 2004, cuando los atentados terroristas en Madrid cambiaron el curso de la opinión pública y, con ello, el resultado electoral. O consideremos el escándalo con los correos electrónicos con la candidata Hilary Clinton en las elecciones estadounidenses de 2016, un momento definitorio que aún hoy genera debate sobre su impacto real en la voluntad del electorado. Estos eventos subrayan una verdad incómoda: en política, la certeza es un lujo efímero.
Ahora, supongamos que uno de esos cisnes negros aterriza en México en donde ya enfrentamos desafíos significativos relacionados con el agua. Imaginémonos un escenario donde, durante el mes de mayo, se experimente una ola de calor extremo y, una falta total de lluvias, exacerbando la ya crítica situación de escasez de agua. Este escenario no es inverosímil, considerando las tendencias actuales del cambio climático. Una crisis de agua aguda justo antes de las elecciones podría alterar el resultado de estas al convertirse en el centro de las preocupaciones de los votantes.
La gestión de los recursos hídricos, la falta de mantenimiento de la red en todo el sexenio, y las propuestas para enfrentar el cambio climático (o adaptarse) pasarían al primer plano. Los votantes, enfrentados a las consecuencias inmediatas de la escasez de agua en su vida diaria, podrían revaluar sus opciones basándose en cuál de los candidatos ofrece soluciones más viables y urgentes a esta crisis. En este contexto, las encuestas previas a la crisis perderían relevancia frente a la capacidad de los candidatos para responder a esta emergencia.
Este hipotético escenario en México sirve como un recordatorio de que, en la era del cambio climático, las “sorpresas” electorales pueden no venir solo de maniobras políticas o eventos dramáticos, sino también de la naturaleza misma. La capacidad de un gobierno para anticipar, mitigar y responder a estas crisis será, cada vez más, un factor determinante en la confianza y el apoyo de los electores. Ya sea a través de actos deliberados, tragedias imprevistas o crisis ambientales, los eventos de última hora tienen el poder de redefinir las prioridades electorales y cambiar el resultado de las elecciones. Aguas con las sorpresas que podrían estar por venir.