En Japón han muerto a causa del COVID 19- 20-21 unas mil ochocientas personas y en tan sólo un mes, el de octubre pasado, se suicidaron más de dos mil. Debido a este fenómeno, al Ministro de Natalidad y Revitalización Económica Regional de ese país se le agregó el Ministerio de la soledad. Esta dependencia la implementó en 2018 el Reino Unido, ahora Japón, ante el creciente número de deprimidos, asustados, excluidos, aislados, huérfanos de amor en pocas palabras, también la instauró. Mujeres, adolescentes y niños son quienes, en mayor número, desesperanzados buscan terminar con su vida.
Algunos gustan de comparar las cifras de víctimas del COVID de Japón con las de México. La comparación es desproporcionada por los rasgos culturales de uno y otro país, que incluyen: alimentación, religión, acceso a la salud y a la tecnología y sobre todo la disciplina con que se educa a los niños, casi desde recién nacidos, pero tal parece que ante las severas restricciones de convivencia familiar o social o bien, ante el panorama de fatalidad que el mundo transmite, ningún elemento de la sociedad saludable, culta y altamente tecnificada que ubica a los japoneses entre los países más desarrollados, les ha podido evitar morir de soledad.
Esa rareza llamada soledad sí ha hecho dupla mortal también en México. Gente ha muerto del virus traicionero en su casa, encerrada, desatendida o simplemente sorprendida por la falta de oxígeno. Otras enfermedades se han complicado por la depresión e incertidumbre, pero en general los mexicanos no padecemos de soledad en principio porque todavía encontramos en la familia apoyo incondicional. Y vaya que las familias mexicanas son numerosas, hijos, hermanos, cuñados, yernos, nueras, nietos, suegros, consuegros, primos y sobrinos cercanos y lejanos y hasta compadres y vecinos. Aunado a esto tenemos también la fortaleza de los amigos. Entre ellos como en la familia hay de todo, pero indudablemente entre unos y otros se forma una red de confianza que resiste el salto mortal de la soledad.
Tenemos a nuestro favor el ADN de fortalecernos ante la adversidad: “A lo hecho pecho”, “A fregón, fregón y medio”, “El que es perico donde quiera es verde” y “A ver de qué cuero salen más correas”. Pocas cosas nos tumban y muchas nos hacen levantarnos. El optimismo del mexicano se refleja en todo nuestro entorno. Un ejemplo muy mexicano es el de hacer tronar cohetes y a pesar de que el ruido, sobre todo la imprudencia de hacerlos tronar a medianoche y en la madrugada es causa de enojo de muchos, no deja de ser ejemplo de optimismo mexicano porque van cargados de esperanza.
Se lanzan para impedir que caiga granizo, para atraer la lluvia, para abrir el cielo al que murió siendo adulto, para el “angelito” a fin de que vengan otros espíritus a encaminarlo; el día de muertos se lanzan para guiarlos de regreso a su casa a degustar la comida. Cohetes en la casa del cumpleañero, bautizo o cualquier tipo de festejo familiar; en la noche de navidad, en la de fin de año, afuera del templo que celebra al santo patrono y en las procesiones o para celebrar al equipo de futbol ganador. Que el manejo de los cohetes suele terminar en tragedia es cierto, pero desde que los españoles usaron la pólvora y el espanto del trueno para amedrentar a los que después fueron conquistados, su uso sigue siendo parte del espíritu optimista del mexicano.
Para ilustrar esta expresión milenaria de optimismo concluyo con una anécdota: Preguntó Fernando VII a un mexicano que se encontraba en la Corte española poco después del triunfo de la Independencia: ¿Qué creen ustedes que estén haciendo ahora los mexicanos? -Echando cohetes, su Majestad – contestó el mexicano. En la tarde de ese día volvió a preguntar: Pero quisiera yo saber ¿qué estarán haciendo los mexicanos ahora? – Tirando cohetes, su Majestad. En la noche repitió la pregunta y el mexicano respondió: Lo mismo su Majestad, siguen tirando cohetes.
AL TIEMPO.