Tanto en EEUU como en ya varios países de América Latina y Europa, gobiernos personalistas para los que el respeto a leyes e instituciones se subordina ante sus intereses políticos, cobran relevancia y exhiben lo que pudiera ser una crisis de la democracia representativa.
Gobiernos y liderazgos como el de Donald Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, AMLO en México, o Boric en Chile, y partidos como Somos y Podemos en España o Le Penn y su partido en Francia, avisan sobre un sacudimiento a los partidos tradicionales, obligados a una redefinición de sus tendencias ideológicas y a una revisión profunda de sus prácticas y métodos.
Una nueva narrativa ha traído viejas etiquetas, utilizadas para resaltar los extremos y polarizar la discusión, que es donde prosperan estos liderazgos emergentes con discursos rupturistas. Ante ello, sus oposiciones no han hecho sino profundizar en ese discurso polarizante y en todo ese ruido, el centro se desvanece haciendo imposible la admisión de las coincidencias.
Para el individuo común, la geometría política es indiferente. No importa si un gobierno es de izquierda o de derecha si le resuelve sus problemas, y aún más, no importa si se los resuelve o no, tan solo que los conozca, les hable de ellos y les mitigue sus efectos. Esto es palpable al observar la pobreza de resultados que ofrecen esos gobiernos personalistas, que contrasta con el apoyo popular que reciben, haciendo inexplicable para algunos que esto suceda.
Sin embargo no es tan difícil explicarse el porqué, cuando vemos al ciudadano saturar las redes sociales con opiniones propias, la proliferación de blogs y aplicaciones que permiten la expresión de las individualidades que no se sienten representadas por ningún partido, ni por sus líderes. Las redes sociales le han dado voz y presencia a las personas y propiciado la aparición de nuevas comunidades, definidas no por la territorialidad sino por la coincidencia de temas de interés. La diversidad es evidente y la dinámica produce viralidad, efímera si usted quiere porque su temporalidad es fugaz, pero afecta a las conciencias.
No debe extrañar que haya un partido hoy que acrisola y capitaliza la idea del cambio, pues su adalid es el único que con pie a tierra les habló de sus coincidencias durante 18 años, mientras que las dirigencias partidistas caían en una mayor elitización y distanciamiento de sus bases sociales y estructuras. Tampoco debe extrañar que ahora los partidos tradicionales sean un convenenciero menjurje sin solidez ideológica empeñados en conservar parcelas de poder para sus dirigencias, sin poder consolidar una propuesta aceptable que no sea el simple rechazo a las políticas gubernamentales. Tardíamente, el PRI y el PRD se han redefinido como social demócratas en un vano intento de encontrar acomodo en la geometría política y aceptación en una sociedad progresista y crecientemente liberal, mientras el PAN, el otrora bastión del pensamiento conservador, se muestra tímido y vacilante ante el avance del liberalismo extremo.
Lo cierto es que los extremos están dominando la conversación y el pensamiento político. El gobierno lo auspicia porque le conviene a su discurso para conservar clientela y la oposición lo acepta y alienta, porque carece de propuestas intermedias que conciten el respaldo de la ciudadanía.
No le ayuda a los partidos tradicionales, el fracaso de las opciones políticas presentadas en el pasado inmediato, en cuanto a procurar igualdad en bienestar y oportunidades, en reducir la desigualdad y evitar la excesiva concentración de riqueza, como tampoco la insana corrupción que la ciudadanía les imputa, aun y cuando sea evidente que ésta sigue presente, independientemente de qué partido o movimiento gobierne. Las grandes crisis que vivimos en el siglo XX y otras más recientes tienen en las generaciones que las vivieron y recuerdan, sello de paternidad y el ominoso presente que advierte de una nueva parece no importar a la nueva ciudadanía, sujeta una vez más a la cuerda de la esperanza.
La mayor profesionalización y especialización de la administración pública, nos dio poco más de una decena de años sin sobresaltos, pero no fue suficiente para impactar ostensiblemente en la reducción de la pobreza y la desigualdad. Hoy no hay propuestas nuevas, solo recetas que han demostrado su ineficacia, una estructura administrativa deteriorada no profesionalizada ni capacitada y con recursos recortados para favorecer a la política de transferencias monetarias que dan votos pero que no inciden en las causas de la pobreza. En tanto, las fuerzas políticas, situadas en los extremos en una sorda lucha por el poder, convierten lo principal de un gobierno en accesorio, porque lo único que parece importar es la elección más próxima.
Es imperativo que surja una figura que pueda convocar a una convergencia en el centro de las coincidencias, porque en las condiciones actuales el futuro del país no tiene una ruta y un destino. Un proyecto común hecho a partir de las coincidencias y no de las divergencias como ahora sucede. Tanto el gobierno como los partidos de oposición deben darse cuenta que en la lucha por el poder están perdiendo el país