La historia nacional es una crónica de luchas intestinas, siempre con un enemigo como impulso y el único objetivo de derrotar al contrario. Aun habiéndose superado los enfrentamientos armados, la relativa estabilidad que brindó el régimen hegemónico post revolucionario solo alcanzó para darnos institucionalidad y una democracia imperfecta, en constante adaptación de leyes e instituciones, para dar cabida a todas las voces en pos de mantener esa paz social necesaria para crecer.
En el fondo, seguimos siendo la misma nación perdida en el debate, sin unidad nacional y lo peor, sin un proyecto definido o un destino imaginado con precisión de planeador meticuloso. Nuestros planes como nación nacen y mueren cada seis años y ese es el precio de no sabernos reconocer como un solo pueblo, unido por sus coincidencias y no como lo somos, una sociedad empeñada en señalar sus diferencias.
Seguimos entrampados, hoy como antes, en el interés político por asir el poder y conservarlo, en un debate estéril, con victorias pírricas, en constante labor de Sísifo.
Hoy, se tienen bien identificados cuales son los obstáculos que enfrentamos como sociedad y como nación. Tenemos lustros en los que la preocupación social se centra en tres aspectos: economía con sus elementos de empleo, ingreso y distribución de la riqueza; inseguridad creciente, incapacidad del estado para impedir la impunidad y garantizar justicia; corrupción, como práctica común, acentuada por el cinismo de oportunistas vividores de la política enquistados en las instituciones. La lista de pendientes sigue, pero no es correspondida con el listado de soluciones a largo plazo, siempre el inmediatismo de rentabilidad electoral pero nunca efectividad para la gobernabilidad y la gobernanza.
Estamos en época electoral y en ella se eligen posiciones de representación locales y para la instancia federal que es el Congreso, algo que debería ser trámite normal en la contienda democrática, pero que sin embargo se intenta, desde la cúspide del poder, transformar en un diferendo nacional a favor o en contra de una transformación difusa. Desde la autoridad presidencial se han empeñado en reeditar viejos conflictos, etapas superadas de la historia para volver a enfrentar a los desiguales con el fin de lograr la preeminencia de algo que, sin ser movimiento ni partido, toma forma de autocracia arrogándose mandatos no conferidos ni totalmente compartidos.
Algo de razón se encuentra en los silogismos y sofismas que dan cuerpo a la retórica oficial que a diario impone agenda mediática. Nadie puede negar que la desigualdad, la corrupción y la inseguridad gravitan negativamente en la vida cotidiana y es impostergable ponerles fin y límites, pero no se puede estar de acuerdo y consentir, que el hacerlo nos lleve a perder la unidad nacional o la oportunidad de conseguirla. Reeditar las viejas categorías decimonónicas de liberales y conservadores, engrosar las listas con una nueva generación de villanos, es no entender que dos siglos de confrontaciones no nos han permitido definir y alcanzar objetivos comunes y que tampoco hemos resuelto los problemas de fondo, esos que siguen estando en las plataformas de candidatos y partidos como pendientes nacionales.
Quien dijo que la política es la guerra llevada por otros conductos se equivoca, porque ello implica que como en la guerra, el vencedor imponga condiciones al vencido y por ello, nuestro sistema democrático institucional y participativo está diseñado precisamente para que no suceda eso y toda la sociedad encuentre un marco civilizado para su desarrollo y crecimiento.
No podemos compartir la lógica de esta administración que crea su propia épica con imágenes desprendidas de las estampas usadas para tareas escolares, que inventa adversarios en una adaptación convenenciera y simple de la historia, con una narrativa rica en imágenes del pasado y un futuro similar al que ya tuvimos, del que quisimos huir fugitivos de las crisis económicas y reos de la cancelación de nuestras expectativas a futuro. Una administración gatopardiana que quiere cambiarlo todo, no para mantener las cosas igual, sino para recuperar lo que mostró no ser mejor.
Mucho abrevar de la historia para no entender que ese pasado de revanchas ideológicas, de confrontación y lucha por el poder, de vaivenes al ritmo de la voluntad sexenal, nos mantienen la mirada lejos de un horizonte común compartido por todos. Gracias a la visión dicotómica de esta administración, la próxima elección será una reedición de viejas pugnas, de acusaciones mutuas, de críticas perversas y propuestas vacías, porque lo importante será conservar o disputar el poder para avasallar, para imponer. Dos siglos de disputas nos deben hacer entender, que lo importante no es quien gane sino eliminar la incertidumbre, crear la certeza y la confianza necesarias para crecer, evitar la descomposición social y la fractura del sistema de leyes e instituciones. Persistir en la división y el encono es renunciar a la construcción de un futuro común y en común. Los proyectos de nación se crean, no se imponen, sin proyecto compartido no hay nación. Hoy no hay futuro halagüeño a la vista, solo tenemos un gobierno rehén de sus propias convicciones y un pueblo pobre, cada vez más dependiente, más víctima de una clase política sin horizonte más allá de sus intereses