Un gobierno autoritario cuando no proviene directamente del golpismo y ya no necesita tacto ni modales, ni progresividad en sus acciones; cuando se inscribe en esas llamadas “dictaduras democráticas” (como decían del PRI de los años 70), desarrolla –sin embargo–, síntomas inocultables.
Uno de los principales es la supresión o al menos el control de la opinión pública. No importa si lo hace mediante el sofocamiento económico, la persecución, la denigración, las descalificaciones; la indiferencia ante los crímenes contra informadores y periodistas; la negativa de proporcionar información fidedigna, la maniobra sistemática y la desautorización de todo esfuerzo ajeno a la propaganda de su doctrina y conducta.
Los medios de información se convierten, por ucase, en enemigos del régimen. ¿Por qué? Porque no provienen de su lucha anterior, porque fueron críticos o manifestaron puntos de vista adversos o de advertencia contra lo ahora entronizado.
Y nadie se puede acercar al trono. Su vecindad mancha la malaquita y el armiño. Ni los medios locales, ni mucho menos los internacionales, porque éstos últimos están al servicio de los imperialismos trasnochados y frustrados conquistadores de una nación soberana.
Ese es otro signo del autoritarismo: la exaltación del pasado y la deificación del mundo indígena. Cuando no hay indígenas para defenderlos o usarlos como el escudo de la historia, entonces se recurre a la pureza de la raza.
Esto es tan obvio y está tan presente en el México de nuestros días, como para ni siquiera abundar en el asunto.
La conducta del gobierno como inquisidor de los medios y tasador de la verdad única, desplegada en su grotesco “quien es quien. En las mentiras”, no es un ejercicio en favor de la verdad; es una conducta de reafirmación primero de sus mentiras y después de su capacidad de control a base de la denigración y la descalificación y en ocasiones hasta el escarnio.
La persecución de los medios puede ser grosera y burda, como en otros tiempos mediante el cierre de imprentas, asalto de redacciones o encarcelamiento de los dueños de los periódicos. Pero también puede ser paulatina, sistemática y perseverante.
Y no sólo en contra de los informadores de lo cotidiano. También agresivamente contra los historiadores, los científicos sociales y en general quienes manifiestan ideas adversas.
Lo hemos visto con las descalificaciones presidenciales hacia Enrique Krauze o Roger Bartra, por citar solamente un par de casos distantes cada uno en su formación ideológica y políticas.
La escoba barre parejo. Nadie puede exponer una tesis social o política por su sola iniciativa y construcción mental. Pensar es un acto venal puesto en la subasta de la inmoralidad. Nadie piensa por sí mismo, lo hace para poner esas ideas al servicio de la maldad. Pensar es su comercio. Son intelectuales orgánicos. No son intelectuales.
Por eso lo mejor es un pueblo ajeno a la molesta costumbre de pensar, reflexionar, criticar. Para eso está el líder, para pensar por el pueblo.
A la multitud nada más le conviene dejarse llevar por el pensamiento del patriarca quien no se puede equivocar porque todo lo hace por amor al pueblo escogido. Y cuando se escucha su palabra y se le interpreta, cuando todo se nombre del pueblo, no es posible equivocarse.
Su voz es la voz de Dios.
Por eso el autoritarismo agrede a la educación. Mutila la historia, falsifica los hechos y cambia hasta los libros de texto para los escolares de menor instrucción, con la finalidad de ir creando una masa dócil y tonta. Como si su crónica desnutrición no los hiciera candidatos a la idiotez.
Y como cereza en el pastel, la agresión contra las universidades. Ya sea mediante el temor, como en la UNAM. Cada asomo crítico del rector, es acallado con un. ataque de vándalos anarquistas o como acaba de ocurrir en la Universidad de las Américas mediante un asalto marca Ulises Ruiz.