Me puse pálido y me dieron ganas de salir corriendo, al leer el mensaje que estaba en la mesa de mi cubículo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. El misterioso texto decía más o menos así: “El Procurador de Justicia y Director General de Lecumberri, Dr. Sergio García Ramírez, desea hacerle una invitación para platicar personalmente con Usted. Para precisar el día y la hora de la reunión, favor presentarse, a la brevedad, en estas oficinas”.
Mientras me encaminaba a la Dirección, con el papel arrugado en mi mano, como buen queretano, con mi bagaje de culpas, reflexionaba sobre el motivo: “¿Habré atropellado a alguien sin darme cuenta?”; “Debo mi tarjeta de crédito, pero no es como para que me mande llamar el Procurador”. Al llegar a las oficinas de la Dirección me tranquilicé, pues había más profesores con el mismo texto en la mano. Víctor Flores Olea, el director, nos glosó lo que decía su mensaje y aclaró tres cosas; “Están en absoluta libertad de ir o no ir; no tengo idea de lo que les vayan a plantear; están en absoluta libertad también de aceptar o rechazar lo que les propongan”.
En el sector académico la enfermedad de la eterna conspiración es algo común. Me acerqué al más alarmista, quien me dijo: “El “Sistema” -palabra sacramental de la época- así actúa. El pinche Sistema, primero te invita a una reunión inocua, te generan confianza y después, si no te cooptan, te desaparecen”. Yo tenía especial interés en ir a Lecumberri, además de conocer ese lúgubre lugar, estaba en esa cárcel un amigo de la prepa, que no diré su nombre por razones obvias. Estaba preso, acusado de fraude y me había sido imposible pasar a saludarlo. La advertencia del conspiracionista, que afirmaba que previamente se concedía una tregua, para darnos confianza, me impulsó a ir.
La invitación era para una veintena de profesores, pero a la reunión en Lecumberri asistimos una decena. Fue en las oficinas, a los pocos minutos que llegamos apareció Sergio García Ramírez, pulcro y bien vestido, agradeció nuestra presencia y con un estilo, para mi demasiado de concurso de oratoria, nos dijo:
“Aquí, en la cárcel, hay aproximadamente unos doscientos jóvenes acusados de ser guerrilleros. Vienen del 68 y de movimientos recientes. Su edad oscila entre 18 y 25 años. Esto significa que saldrán, tal vez, en unos diez años, más furiosos e indignados, deseosos de incorporarse nuevamente a grupos violentos, sea políticos o mafiosos. Los he invitado para que les den clases de las materias que cada uno de ustedes imparte en la Facultad de Ciencias Políticas”.
Un maestro de inmediato habló fuerte a García Ramírez: “Creo que se ha equivocado, todos los aquí presentes somos críticos del gobierno, no somos simpatizantes ni venimos a hacer apología de Echeverría”. García Ramírez lo interrumpió: “La única condición para ser invitados, es no considerar que el cambio de las condiciones económicas y sociales de México se tiene que hacer por vía violenta. Las investigaciones que tenemos de ustedes es que no están de acuerdo con el cambio violento, si alguno de ustedes no lo considera así, es momento de decirlo. Les pido que alce la mano quien esté convencido que la lucha por cambiar las cosas en este país, debe hacerse con las armas”. Nadie levantó la mano, García Ramírez concluyó: “No nos preocupa que los jóvenes sepan de la realidad política, social y económica, nos preocupa su ignorancia. Están en la absoluta libertad de enseñarles lo que quieran de sus materias”.
Yo levanté la mano, le dije que aceptaba la invitación, pero con una condición. “¿Cuál”? Me preguntó García Ramírez. Le dije que quería visitar a un amigo que estaba recluido. Me pidió el nombre, se lo proporcioné, era un hombre conocido en el ámbito político y en el social. De inmediato aceptó, pero me dijo que sería al final del primer curso, que tenía duración de dos meses.
Fui durante ese tiempo. El grupo era de una veintena, me sorprendió tanto la juventud como el bajo nivel académico, la mayoría jóvenes, con alrededor de veinte años, con secundaria y, a lo más, prepa. La primera clase la dediqué a presentarme, a que hablaran; que me dijeran su nombre y cuál era la experiencia más difícil que habían pasado en reclusión. Todos pidieron hablar, pero no me daban su nombre, advertí su desconfianza, les aclaré que quería su nombre, para hablarles por su nombre y no por su número. No me creyeron y siguieron sin decirlo.
La mayoría se quejó de la tortura que habían sufrido al ser detenidos, pero después me llamó la atención lo que dijeron quienes, de entrada, se observaban más despiertos: “Lo peor de todo, desde que ingresas a la cárcel, que ya sea verdad o mentira, pero te dicen que tus compañeros del movimiento te habían echado la culpa de todo; que tú eres el principal responsable de los delitos cometidos. Sea cierto o falso, empiezas a desconfiar de todos. La hermandad que existía en la clandestinidad se convierte en odio; un sálvese quien pueda. La cárcel te quiebra-afirmaron-, porque la razón por la que te metiste en el movimiento: la solidaridad con tus amigos y con la sociedad, se disuelve. La realidad es que estás solo, en la cárcel y en la vida. Eso es lo más duro”.
En mi curso les expliqué la teoría sobre la legitimidad de un teórico marxista. Ralph Milliband. Creo que al final del curso reconocieron que no había sido mi misión, ni desmontar sus convicciones previas ni reclutarlos para el gobierno. Tiempo después, ya en libertad, algunos me buscaron, tanto para agradecerme el curso como para pedirme trabajo. Descubrí otra realidad, lo difícil que es para un ex convicto integrarse a la vida económica y social.
Al terminar el curso le pedí a García Ramírez que cumpliera con su palabra y me llevara con mi amigo, me dio efusivamente las gracias y en ese mismo momento encargó a dos celadores me llevaran a la zona donde estaba a quien buscaba. Mis acompañantes se hablaron entre ellos: “Es donde están los tuvos”. Curioso les pregunté por qué les llamaban así, uno me respondió: “Es que todos se la pasan diciendo: “Fuera de la cárcel yo tenía esto y tenía lo otro. Ahora no tienen nada”. Y soltaron una carcajada.
Antes de entrar donde estaba mi amigo me volvieron a catear, ahora en forma más escrupulosa. Les pregunté la razón, más aún cuando yo era conocido. Me explicaron: “Los “tuvos” son gente de lana, que la vida los había tratado bien, no resisten la prisión y muchos pretenden hasta suicidarse. Hay amigos y familiares que les meten pastillas”.
Dejé de ver a García Ramírez, hasta que lo nombraron, si mal no recuerdo, como Subsecretario de Gobernación, vinculado con el tiempo libre. Yo había escrito un libro sobre el tema. Me habló y lo fui a visitar. Me felicitó por mi texto y mi invitó a trabajar, lo que no acepté, pues le informé que estaba en una investigación sobre la cuestión con Porfirio Muñoz Ledo. Me interrumpió, me dijo: “Qué bueno que me lo dice, si he sabido no le hago ni la propuesta. Conozco a mi amigo y compañero de generación, sé lo celoso que es de su cuadros profesionales”. Porfirio era temido hasta por sus amigos.
Le perdí la pista a García Ramírez hasta que en una ocasión compartimos un panel en Tequisquiapan, creo que sobre un tema electoral. Nos saludamos y nos reconocimos, diría yo que hasta con afecto. A la hora del diálogo, no compartimos una opinión. En la réplica de García Ramírez a mi opinión fue apabullante, pero lejos irse sobre mí a la yugular y hasta de darme de coscorrones por ignorante, fue deferente y cuidadoso. Al terminar me invitó a cenar, le dije que no podía pues me estaba esperando mi compañera. A lo que replicó: “No importa, venga con ella, yo iré también con mi compañera”. Tenía buen humor y agregó: “Es más, si se aburren de nuestros rollos, pueden entre ellas platicar de otra cosa.”
Nos invitó, si mal no recuerdo, a un restaurante de carnes que estaba en el centro de la plaza de Tequis. García Ramírez tenía buen paladar y una refinada garganta, nos tomamos dos botellas de vino. Después de varias horas los meseros nos pidieron que nos saliéramos del lugar, no porque estuviéramos armando un escándalo, sino porque procedían a cerrar. Afuera, ya medio “alumbrados”, o al menos yo. En medio de un aire frío, me llamó aparte, me dijo que yo había asumido en ese momento una actitud crítica al PRI y a su dirigencia. Me imaginé que ese era el motivo de la cena, desalentarme para que no siguiera criticando los métodos de elección del PRI. Me equivoqué totalmente.
Me dijo que una postura como la mía era fundamental en el PRI, pero que todo crítico tenía el peligro de radicalizarse y que podía terminar haciendo observaciones y sugerencias muy alejadas de la realidad del país. Pero me animó: “La gran ventaja del PRI con otros partidos, principalmente de izquierda, es que no somos un partido de exigir renuncias escandalosas ni purgas”. Insistió: “No descanse señalando las lacras de nuestro partido”. Concluyó: “Siempre tendrá mi apoyo y defensa”.
Lo dejé de ver, hasta que en una ocasión mi buen amigo Armando Carrillo, ya en el sexenio pasado, director del Canal 14, me comentó que había platicado con García Ramírez y que mi nombre había salido a la conversación, pues yo había escrito un guion para un programa del Canal. En ese tiempo la televisión pública era realmente pública y plural, no como ahora, partidista y porrista. Armando me comentó que querían hacerle una entrevista y que me pedía que yo fuera el entrevistador o que hiciera el cuestionario. Visité a García Ramírez, ahora como académico del Instituto de Investigaciones Jurídicas.
Después de hacer breves remembranzas, en nuestra plática surgieron dos temas que en ese momento le preocupaban, ya no los enfocó al PRI, sino en general a nuestra convivencia social y a las deficiencias de la clase política. Palabras más, palabras menos, enfatizó en la necesidad de establecer el diálogo en las relaciones de poder. Dijo:
“La gente de los partidos, no dialoga internamente, dentro de la organización, ni menos con otras organizaciones ni partidistas ni de la sociedad civil. Como que nos negamos a aceptar que no existe negociación, ni adentro ni afuera, si no existe previamente un diálogo. Ya no hablemos de un debate público. Todas las diferencias se tienen que hacer entre bastidores, en lo oscurito. Desde las escuelas, sindicatos, organizaciones de la sociedad civil, en las universidades, nos tenemos que acostumbrar a dialogar y a debatir”.
Agregó: “Otra gran laguna de nuestra convivencia social en general, y ya no digamos en cualquier organización, es la falta de autocrítica, como que esa palabra no existe en el diccionario de nuestros líderes. Recuerdo que en una ocasión le comenté a un gobernador de la autocrítica como una práctica necesaria en la vida pública. Me respondió: “De güey me auto critico, puedo descubrir errores políticos o defectos personales, que no se habían dado cuenta mis enemigos”.
“El líder- terminó García Ramírez- se obnubila, se asume inobjetable, no reconoce que el inicial método de perfeccionamiento de las decisiones, es la auto crítica”.
Dejé de ver a García Ramírez, sería hasta como por el 2018, lo saludé cuando fui a visitar al Instituto de Investigaciones Jurídicas a mi amigo Ricardo Méndez Silva. Me comentó que había sido invitado por Beatriz Pagés Rebollar para escribir en la Revista Siempre, que me recomendaba que lo siguiera, con la promesa de que nos reuniríamos a platicar sobre sus colaboraciones. Lo leí, tanto en Siempre como en su columna en El Universal. Creo que el mejor homenaje que se le puede brindar a Sergio García Ramírez como persona, como político, como jurista y como escritor, es recordar las principales tesis que defendió. No como una tarea de curiosidades arqueológicas, sino por su inmensa actualidad. Lo que haremos en la siguiente colaboración.