Primero, como se dice, lo primero: justificar su ausencia en la Cumbre de las Américas porque excluir tres dictaduras es una política obsoleta “intervencionista”, es un chiste que se cuenta solo. En el mismo monólogo donde el presidente Andrés Manuel López Obrador acusó al gobierno del presidente Joe Biden y a senadores demócratas y republicanos de ello, se entrometió en la política interna de Estados Unidos con amenazas electorales veladas. Su inasistencia fue vista como un “golpe” por los principales diarios estadounidenses, cuyo desdén (The Washington Post y Los Angeles Times) reduce las expectativas de restablecer la influencia de la Casa Blanca en el Hemisferio, y mina el deseo de López Obrador de ser visto como un líder en la región (The New York Times).
López Obrador se quedó sólo en compañía de tres dictadores y otras naciones de peso relativo. A la cumbre acudirán 23 jefes de Estados y de Gobierno, incluidos Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, la principal economía de la región, el argentino Alberto Fernández, con la representación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños -que López Obrador quiso utilizar para forzar la destitución, de Luis Almagro, secretario general de la OEA, sin que le alcanzara-, el chileno Gabriel Boric -que se espera haga el alegato de las mañaneras de López Obrador pero de frente a Biden-, y un aliado de Palacio Nacional, Pedro Castillo de Perú.
Dos terceras partes del Continente no irá, en un caso porque le dio covid-19 al presidente de Uruguay, Luis Lacalle, y en otro, el del guatemalteco Alejandro Giamattei, porque a un año de dejar el poder, prefirió cancelar su presencia por apoyar a su fiscal, Consuelo Porras, acusado por Estados Unidos de corrupción, previendo, quizás, acusaciones del mismo tipo una vez que deje el poder. O el salvadoreño Nayib Bukele, que canceló su asistencia por las protestas por violación a los derechos humanos que iba a enfrentar en Los Angeles.
Cada líder latinoamericano tenía una justificación política clara para no ir, salvo López Obrador, quien mantuvo en suspenso su asistencia a la Cumbre no como apoyo solidario a tres dictaduras, sino como reacción emocional a un extrañamiento que hizo el Departamento de Estado por sus declaraciones contra el gobierno norteamericano. A partir de ese enojo se montó en un burro, y fue cerrándose los espacios de maniobra.
Pero en la lógica de sus improvisados consejeros -donde se excluyó a la parte sensata de su equipo-, subir la apuesta contra Biden iba a tono con la motivación de su gira por Centroamérica, adquirir un liderazgo latinoamericano que rebasara el brasileño, pensando López Obrador que era una buena oportunidad antes de que Luis Inácio Lula da Silva, como cree, gane las elecciones presidenciales en octubre.
López Obrador siguió elevando el costo a Biden, aunque si se ve de manera objetiva, su boicot de la Cumbre sólo tuvo dos seguidores reales, Xiomara Castro de Honduras, y Luis Arce de Bolivia. Es decir, hacer la defensa de tres presidentes que violan sistemáticamente los derechos humanos, que son lo que López Obrador asegura todos los días no es, terminó en un disparo con pólvora mojada. Su pretexto de intervencionismo es tan endeble como inservible. De nada sirve gritar en las mañaneras para alcanzar un objetivo político, como Boric y probablemente Fernández lo buscarán en la mesa plenaria del jueves, cuando hagan una defensa por la no exclusión en estas Cumbres, frente a los interlocutores de carne y hueso, no ante las filas de sus marionetas en Palacio Nacional.
Es claro que este análisis no lo comparte el presidente. De hecho, por sus posturas y declaraciones, López Obrador debe estar convencido de que hizo lo correcto. Traducida libremente su percepción sobre el papel histórico que juega, se puede afirmar que antepuso el apoyo de tres tiranos que no significan nada para México en términos políticos, económicos y sociales, a los intereses nacionales del país, que depende en más del 80% de su aparato productivo de Estados Unidos. ¿Qué ganó? Nada realmente. Sólo perdió.
La reacción del gobierno de Estados Unidos fue inmediata tras su anuncio que no iría, y el freno que tenía la Oficina de la Representante Comercial de la Casa Blanca, se levantó ayer, al presentar Katherine Tai la cuarta demanda a una empresa en México por presunta violación de los derechos colectivos de los trabajadores, en violación del acuerdo comercial norteamericano.
Seguramente López Obrador ni sus improvisados asesores tomaron nota de ello, porque se enfocó el presidente en dirigir su metralla contra varios senadores, por sus vinculaciones con la comunidad anticastrista, deslindando a Biden de ellos, como si realmente hubiera discrepancias sobre lo que piensan de la trilogía de dictaduras latinoamericanas, de una forma paternalista.
Atacar a los senadores como lo hizo el lunes, tuvo repercusiones casi inmediatas. Poco después de que los embistiera, el blanco central, Bob Menéndez, presidente del poderoso Comité de Relaciones Exteriores del Senado, divulgó una declaración donde afirmó que se unía “a aquellos crecientemente preocupados por la decisión del presidente López Obrador de pararse junto a dictadores y déspotas en lugar de representar los intereses del pueblo mexicano en la Cumbre”.
Ayer siguió otro senador, Marco Rubio, uno a los que se refirió López Obrador sin mencionarlo por nombre. En un mensaje en Twitter, en español y con una fotografía del presidente con la mano sobre la frente simulando un cuerno, escribió: “Me alegra ver que el presidente mexicano, que ha entregado secciones de su país a los cárteles de la droga y y es un apologista de la tiranía en Cuba, un dictador asesino en Nicaragua y de un narcotraficante en Venezuela, no estará en Estados Unidos esta semana”.
López Obrador abrió con su posición maniquea dos frentes en Washington, que ya comenzaron a moverse contra él. Los intentos que se habían venido haciendo desde hace semanas para distender las relaciones bilaterales y lograr una mejoría, hasta ahora, han fracasado.
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