América Juárez
Con autorización de Alberto Tovalín, editor del libro Armando Manzanero, publicamos un adelanto de la obra que rinde homenaje y celebra la trayectoria del compositor yucateco.
***
Enrique Martín Briceño
“Adoro la calle en que nos vimos, / la noche cuando nos conocimos”. ¿Qué hablante del español no conoce estos versos y no los ha cantado o bailado? Desde aquella primavera de 1967, cuando vio la luz el disco A mi amor con mi amor, esta canción, las demás incluidas en ese álbum y muchas otras creadas antes o después por el compositor Armando Manzanero se han vuelto parte de la banda sonora de nuestras vidas. “Adoro”, “Contigo aprendí”, “Esta tarde vi llover”, “Somos novios” y “No sé tú”, entre muchísimas otras, han sido parte de nuestra educación sentimental y en buena medida han modelado nuestras maneras de vivir el amor y el desamor. Monsiváis dixit: Manzanero hace de cada canción “el paisaje donde la melodía compleja y las frases sencillas hacen inevitable el enamoramiento del amor. La pareja ríe, coteja emociones y suspira, el solitario y la solitaria se divierten, y el piano de Manzanero es la gran plataforma de lanzamiento hacia el recuerdo de lo todavía no vivido, hacia la metamorfosis de los sentimientos intransferibles”.
Cantadas por él o por cualquiera de los cientos de intérpretes que las han grabado, las canciones de Manzanero han sido y siguen siendo escuchadas en todo el continente americano y en España, y varias de ellas han sido hits en otras lenguas (“Somos novios”, la más famosa). Por ello, en 2014 Manzanero se convirtió en el primer mexicano en recibir un Grammy honorífico -en la misma ceremonia en que se entregó idéntico reconocimiento a Los Beatles-. Su biografía figura tanto en el prestigioso The Grove Dictionary of American Music como en treinta y dos versiones de Wikipedia, y la búsqueda de su nombre en Google arroja un millón 320 mil resultados (frente a 860 mil de Agustín Lara, 237 mil de Consuelo Velázquez y 66 mil de Guty Cárdenas). Como intérprete, Manzanero tiene más de un millar de canciones en Spotify y más de un millón 117 mil oyentes mensuales en la misma plataforma, donde su canción “Nada personal” -a dúo con Lisset- tiene 54 millones 225 mil reproducciones, y sus versiones de “Adoro”, “Contigo aprendí”, “Mía”, “Somos novios” -con Lolita- y “Nos hizo falta tiempo” -con Buika- superan los diez millones de reproducciones.
Armando Manzanero es, sin lugar a dudas, el más influyente de los compositores populares mexicanos de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. Como representante del bolero moderno o filin mexicano, al que dio en 1958 la deslumbrante “Voy a apagar la luz”; como figura clave en la transición del bolero a la balada con sus álbumes de fines de los años sesenta; como protagonista del renacimiento del bolero en la última década del siglo pasado y como creador de exitosas canciones románticas -boleros muchas de ellas- en la época del “Latin pop”, Manzanero se hizo y mantuvo un lugar principal en la música popular en español gracias a que supo ser actual sin dejar de ser él mismo. Esto significa que, independientemente de las modas musicales, nunca abandonó su inicial vocación romántica y bolerística. Así, aunque medien cuarenta años entre “Voy a apagar la luz” y “Por debajo de la mesa”, y aunque en la segunda el autor pueda ya decir “Y me muero por llevarte / al rincón de mi guarida”, en ambas canciones se halla la misma perdurable motivación: el deseo erótico, y el mismo inconfundible “sabor a bolero” (la expresión es de Leonardo Acosta).
De acuerdo con Roberto López Moreno, nuestra canción está viviendo desde hace tiempo la era Manzanero y así, hablando de nuestra música romántica, nada de arbitrario tiene que se diga “antes de Manzanero o después de Manzanero”, pues la suya es una marca que define el canto contemporáneo mexicano; esto lo saben muy bien los boleristas actuales, los que cantan el bolero y los que lo escuchan, los que lo tocan y los que lo bailan. El bolero de ahora y otras formas musicales que no son estrictamente bolero, pero que igual constituyen el canto cotidiano de nuestra gente, tienen un segundo nombre, el de Armando Manzanero.
Así pues, viviendo aún la era Manzanero -aunque el maestro nos haya dejado en 2020-, es justo y oportuno realizar una aproximación a la vida y el legado del personaje. Sus bien vividos 86 años, su vasta obra -medio millar de canciones por lo menos-, su amplia producción discográfica, su fructífera actividad como productor y director artístico -a la que se debió el clamoroso éxito de los Romances de Luis Miguel-, su comprometido liderazgo de los compositores mexicanos, su larga y deleitosa labor de promotor de la música mexicana en radio y televisión, entre otras facetas del artista, ofrecen tema para varios libros. Queden estos apuntes como una invitación a continuar la tarea.
Las raíces mayas
Nacido el 7 de diciembre de 1934 en Mérida, Yucatán, Manzanero fue criado hasta los seis o siete años por su abuela materna, Rita Chi, pues su padre, Santiago Manzanero, se resistía a sentar cabeza y su madre, Juanita Canché, tenía que trabajar para sostenerse. En una humilde casa con techo de láminas y piso de tierra, en el barrio meridano de Lourdes, Dito -así lo llamaba su abuela- pasó los años más felices de su infancia al lado de “el amor de mi vida”: su chichí Rita, “mestiza” -en Yucatán, indígena maya- que se ganaba la vida tejiendo palma de guano para hacer sombreros y solamente hablaba la lengua autóctona de la península yucateca.
Cuenta el compositor que “con ese musical sonido de las palabras en maya, manteníamos un diálogo perpetuo ella y yo. No recuerdo bien si llegaba a ser un diálogo en forma o si, únicamente, era un monólogo suyo, delicioso, que yo escuchaba absorto”. Muy temprano, Dito sentía a su abuela sentada en su hamaca tejiendo guano. “In ki’ichpam ts’uul, ko’ox jana (Mi hermoso caballero, vamos a desayunar)”, le decía para despertarlo. Más tarde, iban hasta la estación central de ferrocarriles, donde Rita intercambiaba sus rollos de palma tejida por gallinas, frutas o verduras.
Con su chichí Rita, el futuro pianista comenzó a apreciar la música. Los domingos, endomingados (ella: hipil de salir y rosario de filigrana), iban a la plaza grande de Mérida a escuchar a la banda de música. “Era emocionante cómo, a medida que nos acercábamos al lugar, sentía yo las primeras notas colárseme en los oídos. Retumbar con el golpear de los timbales que alborotaban mi corazón y me decían junto con Rita: ‘Co’ox Dito, co’ox Dito -Vamos Dito, vamos Dito-, ¡escucha cómo están tocando!’”.
Cuando tuvo edad para ir a la primaria, el niño fue inscrito en un colegio muy próximo a la casa de su abuela. El primer día de clases soltó la mano de su padre para correr a los brazos de su querida Rita y suplicarle que no lo dejara: “No quiero ir a la escuela, Chichí, quiero irme contigo, ¿no ves que aquí no conozco a nadie? Además, todos hablan castellano y yo sólo te entiendo a ti que me hablas en maya”. Ella le hizo ver que tenía que aprender a leer y escribir para que, cuando viajaran juntos, ya no tuvieran dificultades para encontrar el camión o el tren correctos…
Por ese tiempo, Dito se fue a vivir con sus padres, que ya estaban juntos, y, entre otros apodos cariñosos, recibió el de Chan Pil (Felipito), pues era físicamente parecido a su abuelo paterno, Felipe Manzanero Santana, albañil. Contigua a la casa de éste y con su ayuda, en la calle 69, cerca de la esquina conocida como Villahermosa, la familia Manzanero Canché construyó su vivienda: un cuarto con una pequeña cocina adosada que, con el tiempo, iría mejorándose (piso de mosaico, luz eléctrica, otro cuarto) y donde vivió Armando hasta los 22 años.
Como la chichí Rita, el abuelo Pil era “mestizo”. Calzaba alpargatas y en su patio cultivaba henequén -para hacer hilos y urdir hamacas- y tabaco -para prepararse sus cigarros-. Seguramente hablaba maya también, aunque con su nieto se comunicaba en español. Aficionado a los toros (una tradición hecha suya por los mayas), solía llevar a Armando a las corridas que se daban en la Plaza Mérida.
Por su abuelo Felipe, Armando conoció el mar y supo lo que es un amor incurable. Un domingo, el albañil llevó al niño al puerto de Progreso para que se bañara en el mar y conociera a Ana María Manzanero Calderón, su abuela paterna. Ella, mucho más joven que el abuelo, se había separado de él mucho tiempo antes. Y aunque ambos habían rehecho sus vidas con nuevas parejas, Felipe seguía amando a Ana en secreto. Esto lo supo Armando por unas cartas que aquél guardaba y que le descubrieron el amor constante vertido en palabras. Sobre su abuelo Pil, Manzanero escribió: “Fue mi maestro de toros, mi compañero de cuarto, mi enseñador de cómo caminar mucho y bajo el ardiente sol. Mi silencioso y amado amigo, quien más amó a Ana, quien jamás le reprochó su abandono <> Escribió las cartas más tiernas a una señora que jamás las leyó, porque él nunca las envió”.