El ambiente político está lleno de ruido. La conversación política que debiera conducir a los acuerdos y consensos se ha tornado un diálogo de sordos entre el gobierno y sus opositores y buena parte de la sociedad que no comparte o no acepta lo que está sucediendo en la vida nacional.
Hace mucho ruido la violencia, muerte de sacerdotes, estado de emergencia en Culiacán, enfrentamientos en Chiapas y Michoacán, explosiones en Guanajuato, mandos policiacos asesinados en la frontera, fronteras copadas por organizaciones criminales y lo que se suma diariamente, ya no como nota roja sino como titulares de primeras planas.
Hace demasiado ruido, el desacato de la titular del Poder Ejecutivo a los mandatos judiciales y la discusión sobre las facultades de la Suprema Corte para atacar reformas constitucionales, en la que resalta la ignorancia, sea por conveniencia o abyección, de los asesores jurídicos de la presidencia y los del Poder Legislativo. Es absurdo que, al poder constituido, diseñado para vigilar la constitucionalidad de las leyes, se le quite dicha atribución en aras de una supremacía que nada les concede. Hay exceso en el proceder tanto del Poder Legislativo como del Ejecutivo, impulsando ésta aberración jurídica que rompe el equilibrio de poderes y facilita el autoritarismo.
Lo que se muestra detrás de todo este ruido es el afán por la concentración del poder. Una reforma constitucional que impide que el poder diseñado para controlar y vigilar la actuación de los otros poderes actúe y cumpla su función, es la antesala del totalitarismo.
La definición clásica del totalitarismo es el de un régimen de gobierno cuyo principio fundamental es el ejercicio absoluto del poder por parte del Estado y eso es lo que estamos viendo con la citada reforma constitucional que impide que se revisen las reformas que impongan el gobernante y su partido, sin importar lo aberrantes que sean para la vida democrática y la libertad de los ciudadanos.
Lo observamos también en las actitudes y pronunciamientos de la gobernante entrante que se muestra cómoda con las iniciativas y reformas propuestas por su antecesor para hacer que la voluntad del Ejecutivo no encuentre contrapesos ni supervisiones.
La justificación es burda, demagógica, aduciendo que es la voluntad del pueblo y que éste lo mandató en las urnas. Tener mayoría en una democracia no significa poseer la verdad, ni siquiera tener razón. Imponer por una mayoría espuria, la no impugnabilidad de una reforma constitucional hecha sin consensos, con afán vindicativo, no es otra cosa que autoritarismo.
En la democracia es el pueblo, todo, el que gobierna y ser mayoría no los hace representantes del pueblo, así como imponer la mayoría no los hace demócratas sino lo contrario. La mayoría legislativa conseguida por la coerción y la torsión de la ley terminó por dibujar el perfil autoritario de quien gobernó este país hasta hace treinta días. La mayoría de los votos le dio la autoridad y con ella construyó una estructura política jerárquica e hizo uso de todas las figuras coercitivas para lograr una obediencia que trasciende su mandato. El abuso de la autoridad conferida, el uso perverso de la misma degeneró en autoritarismo.
Hoy el ruido provocado por la herencia autoritaria ha hecho del primer mes de gobierno un caótico principio. La herencia tóxica recibida y sus impactos llenan de incertidumbre la naturaleza y fines del nuevo gobierno. Acompañar y confirmar las tendencias autoritarias envía señales poco democráticas y ampararse en la falsa premisa de que la mayoría es igual al pueblo la presenta como heredera de la misma demagogia populista.
No hay congruencia cuando en el discurso para calmar los mercados de capitales promete seguridad a la inversión, mientras por otro lado se vulnera el estado de derecho.
Pudiera entenderse que la deriva autoritaria tienda o sirva, como lo han expresado, para imponer creencias democráticas, pero en las actuaciones iniciales se percibe una irracionalidad radical que contradice tales intenciones y solo sirve para afianzar la convicción de que el impulso proviene de la compulsión a adquirir y conservar más poder.
Entre tanto ruido sería conveniente, para la sociedad y para el país, enterarnos para que quieren tal poder pues no ayuda a la democracia el decir “el poder soy yo y yo represento al pueblo y en su nombre atropello a la justicia y todo lo que se oponga a mis designios”. En la confusión y el desprecio a la ley, el más fuerte termina imponiéndose en perjuicio del pacto social civilizada y democráticamente constituido.