El proceso de revocación de mandato que señala la Constitución General de la República en su artículo 35 ha iniciado con las primeras disposiciones emitidas por el Instituto Nacional Electoral. A nadie escapa que el presidente está obsesionado por la realización de este ejercicio democrático y con él, introducir las consultas populares y la revocación de mandato para impulsar, aparentemente, la instalación de una democracia participativa, que tiene más visos de democracia plebiscitaria, en un régimen constitucionalmente representativo como es el nuestro.
Deseoso, subrayo, aparentemente, de crear precedentes, se ha empeñado en realizar el ejercicio de revocación de mandato, introducido por él en nuestra constitución. De nada han servido las consideraciones sobre el alto costo del proceso, de la inutilidad del ejercicio o más importante aún, las consecuencias sobre la estabilidad política de la nación, porque no tenemos los mecanismos parlamentarios para, en su caso, hacer una designación del sustituto sin caer en un periodo de inestabilidad, de consecuencias funestas.
Sin duda este último escenario no está en la mente del gobernante, pues él sabe con certeza, que sus márgenes de aprobación son altos. Conoce las críticas y la inconformidad existente sobre algunas decisiones que ha tomado, pero no puede asumir, por la popularidad que lo acompaña, que estas manifestaciones sean suficientes para que proceda la revocación.
Lo curioso y paradójico de esta situación es que sea el propio presidente, consciente de su popularidad, el que desea se lleve a cabo un proceso de revocación de mandato, diseñado para que sea al revés, para que los inconformes con su gobierno lo propongan. Con su fuerza en el poder legislativo ya logró que la pregunta revocatoria se convierta en una ratificación y además, que se apruebe el presupuesto de 3,830 millones de pesos para que el INE pueda organizar y controlar el desarrollo del proceso.
A este cifra, debe sumarse lo que costará a su partido, movilizar a sus militantes para recabar las firmas, 3% del listado nominal, que soliciten la revocación en cuando menos 17 estados y en cada uno de ellos debe corresponder al 3% del número de personas inscritas en la lista nominal de la entidad.
Es kafkiano que se promueva un recurso para la ratificación del mandato que 30 millones de mexicanos le dieron para que condujera al país por 6 años, y que esto lo haga a sabiendas de que el 60 por ciento de los mexicanos están de acuerdo con su gobierno. Solo puede entenderse como un costoso gusto para verse reflejado en el espejo de su propia popularidad.
Y es paradójico que para promover la democracia participativa tenga que movilizar a su partido, representativo, para organizar a la sociedad y hacer posible el ejercicio. Por otra parte, la reacción de la oposición es cuando menos irónica, cuando no jocosa, pues siendo la fuerza política que pudiera solicitar la revocación se manifiesta por la no realización y solicita se declare inconstitucional la ley reglamentaria, llamando a la ciudadanía a no votar.
El mundo al revés, como patos tirándole a las escopetas. En la política mexicana lo absurdo y aparentemente inexplicable, siempre tiene una explicación e invariablemente tiene que ver con la lucha por el poder.
Detrás del ejercicio narcisista del presidente y su gasto exorbitante está el posicionamiento electoral para los comicios siguientes en 2022 para renovar gubernaturas y 2024 para su propia sucesión, en la que va la continuidad de su proyecto de nación, y por ende, cualquier costo económico es barato.
Para la oposición va en juego su propia supervivencia. Una derrota amplia en la revocación de mandato dejaría la percepción de una debilidad insuperable, de una incapacidad orgánica de estructurarse como una verdadera oposición y no solo como expresiones de descontento.
Finalmente, la intención presidencial de introducir la democracia participativa sería posible por la desarticulación de los partidos, hoy “moralmente derrotados”, aunque esta utopía presidencial no pase de ser eso, un utópico deseo ante una sociedad cuyas costumbres y cultura democrática no han logrado superar el molde del autoritarismo y paternalismo creado por el PRI. En mucho así se explica la irrupción de MORENA como fuerza política dominante en una sociedad en la que la democratización del sistema político no tuvo la correspondencia necesaria en la lucha contra la desigualdad.
Crecimos en el perfeccionamiento de los procesos democráticos sin modificar las costumbres, creímos que desplazar al partido hegemónico sería suficiente para escalar a la madurez democrática, pero no llegamos a modificar la cultura clientelar y paternalista heredada, aún con plena vigencia en la ciudadanía. De ahí deviene la aceptación popular que hace inocuo el proceso de revocación e inane la pálida actitud opositora.
Todo se reduce al simple posicionamiento electoral, la lucha por el poder, en la que poco importa la cultura democrática. Cambiamos para que todo siga igual, porque en su mayoría la ciudadanía no está lista para dejar la cultura del asistencialismo gubernamental, y los partidos tampoco, cada vez más vacíos de principios y más sobrados de intereses particulares.