Israel Sánchez
De huaraches, jeans, chaleco de piel y esa bronceada tez sobre la que desemboca el pelo muy cano, Eugenio Barba da la impresión de ser más una leyenda del surf que del teatro.
Un veterano domador de olas, podría fantasear cualquiera que no tenga idea de quién es en realidad este hombre con un carisma a la Patrick Swayze en Point Break (1991), nacido en Brindisi, Italia, en 1936. Acaso más al escucharle hablar de archipiélagos.
Rebelde, idealista y genial, de pronto la etiqueta de “reformador del teatro” parece quedarle chica o no ilustrar a cabalidad lo que en verdad es aquella emblemática figura que ha afirmado que la única patria de la que es parte es esa, el teatro. La más preciada filiación ante la pérdida, en tanto migrante, de su idioma y su cultura.
“Para mí el teatro fue como un refugio, una identidad que la gente aceptaba de manera diferente”, relata Barba, hijo de un militar italiano que murió poco después de la Segunda Guerra Mundial, y quien emigró de joven a una Noruega donde parte de su experiencia estuvo marcada por su calidad de extranjero.
“Yo viví una gran generosidad, y gente que abría la puerta de su casa. Pero también una forma de rechazo y de discriminación que negaba no sólo mi dignidad sino también la posibilidad de ser al mismo nivel de ellos”, recuerda el italiano de 87 años, y añade: “El teatro me permitió establecer otro tipo de relación”.
Eso, dice Barba, es lo que le parece fundamental en la cultura del Tercer Teatro, que es como definió al movimiento escénico que surgió en la década de los 60 del siglo pasado, diferente del teatro tradicional y del experimental -por eso tercer-, y que “es como un archipiélago de islas, las islas flotantes, que cada una tiene su propia cultura. No es una cultura homogénea”.
En 1964 fundaría en Oslo su propia isla: la compañía Odin Teatret, una de las productoras teatrales más vanguardistas e innovadoras que celebra este año seis décadas de historia, con 81 producciones representadas en 65 países, quizá al amparo del mitológico patrono nórdico que le da nombre.
“Odín es como Shiva en la India, que es destructor y creador; era un guerrero y al mismo tiempo un chamán. Cuando luchaba, perdía completamente el control y era terrible; del otro lado, era un chamán que para adueñarse del conocimiento se colgó a un árbol durante nueve días y nueve noches, y aprendió el arte de la escritura”, narra Barba.
No podía evitar verse reflejado en ese vaivén “de fuerzas oscuras que pueden ser destructoras o, al contrario, llevarnos hacia la luz”, enuncia el creador escénico.
Sesenta años después, basta con atestiguar el furor que causa la presencia de Barba y el quehacer del Odin Teatret, como sucedió hace sólo unas semanas en la UNAM, para constatar lo luminoso de su trayecto, un faro que atraería a adeptos de todos los rincones del globo, conformando así su propio “pueblo secreto”.
“Cuando comencé en 1964 el Odin, claro que el mundo era muy, muy diferente. Yo empecé como aficionado, con un grupo aficionado, y nunca habría imaginado que ese grupo podría existir 60 años con las mismas personas”, admite.
“Lo que ha caracterizado al Odin, y que es como una excepción en la historia del teatro, es que sus integrantes se han quedado 50, 40 años, y eso ha permitido una continuidad de acumulación de experiencia, de contactos, que ha revitalizado nuestra manera de hacer el oficio”, apunta, sonriente, en un español de acento áspero, pero con la calidez de las olas que rompen en la orilla. Tablista, la ola y todo el océano él mismo.
La rueda cuadrada
Además del nombre, el propio relato de la fundación del Odin Teatret se cuenta casi como una de las grandes mitologías de esta disciplina.
Empezando con un Eugenio Barba que, luego de haber sido soldador en un taller mecánico y marinero en un barco mercante -quizás no surf, pero sí una vida en el agua, a fin de cuentas-, buscaría aprender la labor de director al lado del polaco Jerzy Grotowski (1933-1999), también ícono teatral y sobre quien el italiano escribe el libro En busca del teatro perdido.
De vuelta en Noruega, y al no hallar trabajo alguno en dirección, optó por crear su propio teatro, preguntándose qué era lo esencial para ello, en una época donde por teatro se entendía un inmueble en el que actores con formación académica interpretaban textos de autores.
“¿Un edificio?, ¿dinero? No, yo necesito hombres y mujeres en mi misma situación y que quieran hacer teatro; (…) pensé que en la escuela teatral había gente rechazada, y la contacté. Con 15 jóvenes rechazados de la Escuela Estatal de Teatro comencé el Odin Teatret”, rememora Barba.
Iniciaron en un refugio antibombas, frío y con goteras, pero con la felicidad de poder hacer el teatro que ellos querían. Ahí se gestaría su primer espectáculo, Ornitofilene.
“Lo que fue muy impresionante era que nosotros mismos tuvimos que encontrar una motivación personal de por qué hacer teatro, por qué quedarnos. Y, sobre todo, intentar aprender, absorber todo un conocimiento que no teníamos por una escuela teatral o por práctica y experiencias en teatros.
“Ese aprendizaje autodidacta hizo que toda nuestra manera de hacer teatro no fuera como la tradicional”.
Aquí la metáfora que utiliza para describir el quehacer escénico es el de creadores construyendo una rueda, la herramienta con la cual avanzar; “nosotros también construimos una rueda, pero era una rueda cuadrada, muy diferente”, afirma. “Y la gente se reía al comienzo”.
“Los espectáculos que hacíamos comenzaron a fascinar a pesar que no acontecían en un teatro tradicional, sino en una sala de museo, en una iglesia, en una fábrica, en una sala de gimnasia en las escuelas”.
Años más tarde, cuando la tendencia juvenil con miras a nuevas posibilidades de hacer teatro rechazaba la escuela tradicional, el Odin se convirtió entonces en un modelo, una referencia.
“Era imposible imitarnos porque nuestra historia no lo podía permitir, y también el contexto en el cual los grupos trabajaban; por ejemplo, en América Latina era tan diferente, pero, había ya algo que existía, que podía existir y permitía imaginar que es posible lo imposible.
“De aquí que yo hablo de una tradición de lo imposible, que sólo es el posible que toma más tiempo”, lanza Barba, profiriendo sus máximas. “El imposible no existe, es sólo una manera como nosotros encontramos una coartada para no luchar”.
Una lucha, continúa, no contra la falta de recursos y el desinterés de las autoridades hacia la cultura, que reconoce como la eterna moneda de cambio; sino para no permitir que el tiempo destruya toda la vitalidad del principio.
La libertad en los proyectos personales de los integrantes del Odin y el intercambio con teatreros de todo el mundo fueron claves en la longevidad de la compañía. En México su huella ha sido profunda, desde 1984 ha traído sus obras, talleres y conferencias.
‘Es un epílogo’
Apenas un par de años después del modesto inicio, Eugenio Barba y el Odin Teatret se mudaron a una granja en Holstebro, Dinamarca, donde instituyeron el Nordisk Teaterlaboratorium.
Sede de la Escuela Internacional de Antropología Teatral, fundada también por Barba, en 1979, y del Centre for Theatre Laboratory Studies, creado en 2002. Un sitio que recibía a creadores de todo el mundo.
De ahí que tuviera tanta resonancia el anuncio, a finales de 2022, de que la compañía y su fundador se separaban de esta institución timoneada por un nuevo titular desde enero de 2021.
El Odin ya era solo parte de un proyecto que había crecido sumando una editorial, productora y más; Barba no quería ocuparse de todo eso, sino concentrarse en el teatro.
En especial, en el Archivo Viviente Islas Flotantes, creado en Lecce, al sur de Italia, con documentación no sólo del Odin sino de muchos otros grupos.
“Todo ese archivo yo lo había desarrollado ya en Holstebro. El nuevo director no estaba interesado, entonces yo tomé ese todo y lo transferí a Lecce, donde los políticos me propusieron que yo donara mi biblioteca personal y todo ese archivo, y ellos iban a crear y a financiar esa idea que yo tenía.
“Así que esa fue la razón. El nuevo director no estaba interesado, y al final me despidió. (…) Mi vocación fue siempre, diría, hacer política con otros medios, que eran los medios del arte, de la cultura, de la belleza, sobre todo. Pero nunca había pensado que el nuevo director me echaría del lugar que yo había creado”, expresa entre risas ante lo irónico del hecho.
Lejos de toda zozobra, esta “vejez errante del Odin Teatret”, como la ha referido el creador escénico, en realidad no hace sino devolverlos a su condición original: aquel grupo de rechazados buscando hacer teatro.
“Yo diría que es el epílogo, y el epílogo es lo más importante en una obra de teatro, como usted sabe. Las condiciones en las que trabajamos son muy diferentes, el hecho de no tener una casa no es sólo no poder invitar amigos, hospedar, hacer actividades que no sólo son espectáculos sino también festivales, cursos, encuentros. Todo eso condiciona mucho”.
Admite la gran responsabilidad que esto a su vez conlleva; “porque cómo nosotros vamos a terminar, cuál va a ser el precio de continuar a pesar de mi edad, a pesar del cansancio”.
“Porque yo sé que esa continuación es el signo de que las personas pueden resistir a las condiciones duras en que se vive para hacer su propio teatro”, lanza, acaso guiado por una sola pretensión a estas alturas.
“Yo pensaba que en la memoria tú debes quedarte como una especie de leyenda”.
La suya, es claro, hace mucho que se forjó ya.