En política, las reformas electorales deberían ser pactos de Estado, acuerdos amplios que fijen reglas del juego aceptadas por todos. No es un tema menor: en esas reglas se juega la legitimidad de las elecciones, la confianza en las instituciones y, en última instancia, la paz pública. Por eso preocupa —y mucho— el anuncio de la presidenta Claudia Sheinbaum sobre su próxima reforma electoral.
El proyecto, en lo esencial, plantea tres cambios de alto impacto, hasta ahora conocidos. Primero: eliminar las diputaciones y senadurías plurinominales; segundo: desaparecer los organismos públicos electorales locales (OPLE) y concentrar todo en el Instituto Nacional Electoral (INE); y, tercero: redactar la iniciativa a través de una comisión integrada solo por figuras afines al régimen y empleados todos del gobierno federal, como Pablo Gómez, Ernestina Godoy, Arturo Zaldívar, Lázaro Cárdenas Batel, José Peña Merino, Jesús Ramírez Cuevas y la titular de la Secretaría de Gobernación Rosa Icela Rodríguez, sin participación de partidos de oposición, consejeros o ex consejeros del INE o académicos independientes.
La narrativa oficial habla de eficiencia, austeridad y “devolver el poder al pueblo”. Sin embargo, la forma y el fondo cuentan otra historia: una reforma hecha a puerta cerrada, excluyendo deliberadamente a las voces críticas y debilitando los contrapesos que han permitido que México deje de ser un país de partido único.
El espejismo del ahorro y la representación es la primera gran mentira de la planteada reforma, pues eliminar a los plurinominales suena bien si se mira desde la óptica simplista de “menos políticos, más ahorro”. Pero esa figura nació con la reforma de 1977 impulsada por Jesús Reyes Heroles, precisamente para evitar que una mayoría relativa con menos del 50% de los votos pudiera controlar por completo el Congreso.
Hoy, el Artículo 52 de la Constitución establece que la Cámara de Diputados se integra con 300 legisladores electos por mayoría relativa y 200 por representación proporcional; mientras que el Artículo 56 prevé que el Senado tenga 128 miembros, incluyendo escaños asignados por el principio de primera minoría y representación proporcional. Estos mecanismos son el escudo contra el monopolio legislativo, y hay que decirlo con todas sus letras, la representación proporcional es un mecanismo de elección tan legítimo como la mayoría directa.
Reyes Heroles lo explicó así ante el Congreso en 1977: “Si se cierran los cauces para que las inconformidades se expresen por las vías legales, se abren los caminos para que lo hagan por vías violentas. La pluralidad no se combate, se incorpora.”
Quitar los plurinominales sería volver a la política de un solo color, al tiempo en que la oposición era una nota al pie y no un contrapeso real. No es un avance: es un viaje de regreso al pasado autoritario.
Adiós a los árbitros locales, pues se busca centralizar para controlar. La desaparición de los OPLE va más allá de una reingeniería administrativa. Significa borrar la estructura electoral local que, con todos sus defectos, ha permitido procesar conflictos y organizar elecciones adaptadas a la realidad política y social de cada estado, como en Querétaro, donde el IEEQ ha hecho un trabajo de alto reconocimiento.
El Artículo 41, Base V de la Constitución es claro: la organización de las elecciones es una función estatal que se realiza a través del INE y de los organismos públicos locales, bajo los principios de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad.
El Artículo 116, fracción IV, además, garantiza que en cada estado existan organismos públicos electorales dotados de autonomía. Suprimirlos implica romper un pilar del federalismo electoral establecido en el Artículo 40, que define a México como una república “representativa, democrática, laica y federal”.
Concentrar todo en el INE puede parecer más ordenado, pero implica un riesgo enorme: la captura política de las elecciones desde el centro. Y cuando el árbitro se vuelve único y dependiente de un solo poder, el juego deja de ser justo. Más con un INE que será desmembrado y configurado como un apéndice de la Secretaría de Gobernación, sin autonomía y sumiso al poder presidencial y a la hegemonía de un partido de Estado, que es hacia donde corre Morena.
Hay que comparar las reformas de 1977 contra la que se pretende en 2025, pues son dos caminos opuestos. En 1976, México vivió una elección presidencial sin competencia real: José López Portillo ganó sin adversarios serios. El diagnóstico de entonces fue claro: sin pluralidad, la democracia es ficción. La respuesta, en 1977, fue la reforma política impulsada por Jesús Reyes Heroles.
Aquel cambio tuvo un espíritu de apertura: reconocer a las minorías, incorporarlas al Congreso mediante los plurinominales, darles voz para que la política dejara de ser un monólogo. Como dijo Reyes Heroles en su discurso histórico: “Abrir las puertas a todos los que legítimamente buscan participar en la vida política del país no es una concesión: es una obligación de la República.”
Se trató de una reforma nacida desde el poder, sí, pero con la convicción de que fortalecer a la oposición y ampliar la representación era condición para dar legitimidad al sistema. Fue una puerta que se abrió para que entrara la pluralidad, entre otros, la propia izquierda que hoy gobierno con un espíritu absolutista y autoritario.
Casi medio siglo después, la propuesta de Sheinbaum camina en sentido inverso. Donde Reyes Heroles sumó voces, hoy se restan; donde se crearon mecanismos para garantizar representación proporcional, ahora se eliminan; donde se buscó descentralizar y reconocer la diversidad política de cada estado, ahora se pretende centralizar el control electoral en un solo organismo. Una reforma para incluir frente a una reforma para concentrar.
Esto genera una legitimidad en entredicho. Una reforma electoral que no involucra a todas las fuerzas políticas parte con un déficit de legitimidad. Y si, además, los principales beneficiarios son quienes la promueven, el riesgo de que se perciba como una jugada de control político es inevitable.
El Artículo 41 no solo habla de organización electoral: obliga a que los procesos respeten los principios de independencia e imparcialidad. Y como ha sostenido la Suprema Corte, esos principios “son esenciales para la validez del sistema electoral”.
La democracia mexicana se construyó lentamente, a golpe de marchas, reformas, crisis y acuerdos. No se trata de un sistema perfecto, pero sí de un entramado de garantías que costó décadas armar. Alterarlo sin consenso, y en beneficio directo del grupo en el poder, es jugar con fuego.
El verdadero costo. En política, no todo lo que ahorra dinero fortalece a la democracia. Reducir curules y desaparecer organismos puede bajar el gasto, pero también puede subir —y mucho— el precio político: menos voces, menos vigilancia, menos diversidad.
Si esta reforma se aprueba tal como está planteada, el país podría amanecer en 2025 con un sistema electoral más barato… y mucho más frágil. Y cuando las reglas se debilitan, el árbitro pierde autoridad y la cancha se inclina, la confianza ciudadana se evapora.
La presidenta Sheinbaum todavía está a tiempo de cambiar la ruta. Puede optar por abrir el debate, incluir a todos y diseñar una reforma que fortalezca, no que restrinja. Si decide mantener el camino de la exclusión y la centralización, su reforma no pasará a la historia como un avance democrático, sino como un retroceso calculado.
Y la democracia, como bien sabía Reyes Heroles, no se destruye de golpe, sino a base de pequeñas clausuras. Esta puede ser una de ellas.








