Perú es un país con una grave inestabilidad política, que en cinco años tuvo cuatro presidentes y dos congresos. Eso habla de un país fragmentado, producto en principio, de la polarización social y la dispersión política.
La elección que llevó al poder al hoy depuesto Pedro Castillo es un vivo ejemplo de la dispersión. Fue un proceso en el que, en la primera vuelta, participaron 18 candidatos a la presidencia y en ella Castillo obtuvo el 20% de la votación y Fujimori el 13, una fuerte fragmentación del voto, pero también una marcada división entre derecha e izquierda configurada en la segunda vuelta con el triunfo de Pedro Castillo con una ventaja de solo 44 mil votos sobre su contrincante Keiko Fujimori.
Ella representante de la derecha peruana y él postulado por el Partido Nacional Perú Libre, que se define como un partido marxista, leninista, mariateguista, con una plataforma centralizada en las demandas de los campesinos peruanos, reforma agraria, educación, salud y derechos sociales, en el cual la figura de Castillo, de origen campesino y líder de los maestros del Perú embonaba aunque no fuera su partido de origen ya que militó primeramente en el Partido Perú Posible. Fujimori dominó las áreas urbanas con amplios márgenes en la región de Lima (65%) y en la ciudad del Callao (67%), sacando una diferencia de más de dos millones de votos. De las 23 regiones del interior del país, ganó en siete: las provincias amazónicas de Loreto y Ucayali y las costeras de Tumbes, Piura, Lambayeque, La Libertad e Ica – e incluso en estas regiones, la victoria se debe a los resultados obtenidos en las ciudades más grandes.
En cambio, Castillo ganó en las otras 16, con diferencias amplias en las principales provincias andinas: 89% en Puno, 83% en Cusco, 81% en Apurímac, 82% en Ayacucho, 85% en Huancavelica, 73% en Moquegua, 68% en Huánuco, 66% en Pasco y 71% en Cajamarca.
En un país con alta concentración poblacional en la región de Lima y El Callao (40%) el triunfo de un candidato sin bases significativas en la capital, sin hacer amplias alianzas políticas, se consideraba imposible y aun así se dio, principalmente por su firmeza en la plataforma reivindicatoria de los derechos indígenas y sociales. Pero llegar al poder no es lo mismo que gobernar y la luna de miel de los votos dura muy poco en un país como el Perú en que la realidad política corre paralela a la realidad social.
La precaria alianza electoral lograda en la segunda vuelta no pudo ser consolidada al llegar a ser gobierno y eso, aunado a la inexperiencia política y porque no decirlo, al embrujo del poder, sentó las bases para la defenestración del exitoso candidato y pésimo gobernante. Es difícil o imposible, imponer una política de izquierda radical en un país dividido, polarizado y sin tener apoyos políticos incondicionales. Sin el Congreso a su favor, sin el apoyo de los militares, incluso sin el del propio partido que lo postuló, la idea de gobernar por decretos y disolver al Congreso era un suicidio político.
La inestabilidad que padeció desde el inicio lo llevó a solicitar la visoría de una comisión especial de la OEA, que reconoció la polarización y radicalismo de las posiciones políticas y sugirió a la vez, una tregua que permitiera asegurar la gobernabilidad. A la luz de los acontecimientos, esa tregua nunca existió y la desesperación del presidente lo llevó a la decisión de establecer un periodo de excepción, disolver el Congreso y tratar de gobernar con decretos y acuerdos presidenciales. Castillo sobreestimó o tal vez ni siquiera evaluó las condiciones que tenía para intentar con éxito, tal maniobra, mostrando con ello su inexperiencia y el desconocimiento de los reales factores de poder.
Ni el partido Perú libre que lo postuló compartía muchas de sus acciones y su trayectoria como líder magisterial no le daba el respaldo popular necesario, ni procuró el respaldo militar. En el poder al parecer nunca estableció alianzas o compromisos con quienes pudieran garantizarle condiciones de gobernabilidad.
Como algunos otros mandatarios, asumió que el poder conferido por los votos le autorizaba a efectuar reformas, tal vez necesarias, pero no compartidas por la polarizada sociedad peruana. Algunos han querido ver en este proceso peruano un espejo para la situación mexicana pero no es así. Las diferencias son notables; en México la sociedad no estaba polarizada, la división está siendo generada desde el poder como una forma de consolidar su base de apoyo; a diferencia del Perú tiene mayorías relativas en las cámaras y ha logrado alinear al ejercito en torno a su proyecto, mientras que con la iniciativa privada ha establecido una relación de zanahoria y garrote que los mantiene alineados con aparentes reservas. Es la diferencia entre la llegada al poder de un político que ha tenido toda una vida para estudiar la realidad mexicana y otro, como el peruano que llega como producto de una coyuntura.
En ambos países la estructura institucional ha funcionado, en Perú para destituir a un presidente que no entendió la realidad política ni los verdaderos alcances de su poder, y en México para poner limites a la pretensión de aprovechar la coyuntura que lo llevó al poder para establecer un régimen ultra presidencialista con vocación para trascender en el poder.