Hace unos días conversaba con mi amigo Sergio Bailleres, quien me contó que había tenido contacto, a través de redes sociales, con Santiago Ostolaza. Sí, aquel defensor uruguayo que llegó a Querétaro en los años noventa, cuando el equipo de la ciudad no llevaba el mote de Gallos Blancos y se nombraba simplemente Querétaro FC. Escuchar su nombre fue como abrir un viejo cajón de la infancia: de inmediato me encontré frente a una anécdota de mi niñez que nunca me ha abandonado.
Había una época en la que ese equipo, el Querétaro FC era algo más que un equipo para mí, era un estandarte íntimo, un escudo que se sentía en el pecho como si latiera junto al corazón. Yo era apenas un niño, tenía 9 o 10 años y en esos días el fútbol no era un espectáculo lejano, sino un universo inmediato que podía cruzarse contigo en cualquier esquina de la ciudad.
Aquella tarde, mi madre me había enviado a comprar refrescos en la esquina de mi casa, en una tienda de abarrotes (que ahora es una churrería), de esas tiendas de toda la vida y que se acurrucaba bajo la sombra de Los Arcos, esos gigantes de piedra que miran la ciudad desde siglos atrás.
Y entonces lo vi.
Santiago Ostolaza. Imponente. Uruguayo, seleccionado nacional de su país, jugador del Querétaro FC, figura del futbol mexicano recién llegado de Cruz Azul. No era solo un futbolista; para mí era la encarnación viva de las páginas deportivas que recortaba y guardaba debajo de la cama. Estaba ahí, comprando lo mismo que yo, en la misma tienda de barrio. Tan cerca que parecía imposible.
Cuando él salió de la tienda, el coraje infantil —esa osadía que solo los niños conocen— me empujó a hablarle. No pedí autógrafo, no pregunté por un gol, no supe decir nada mejor que una cosa absurda y sencilla:
—¿Me puede llevar a mi casa?
Se detuvo sorprendido, como si hubiera escuchado un idioma distinto. Quiero creer que me miró con cierta ternura, quizá con desconcierto, quizá con la paciencia de quien entiende que un niño no pide otra cosa más que estar cerca de sus héroes.
Le expliqué rápido, con la inocencia del que no miente: vivía cerca, apenas a dos cuadras y me pesaban mucho los refrescos que había ido a comprar. Y él, sin más, asintió. Subí a su Ichiban, y el mundo cambió de tamaño. El volante entre sus manos era la prolongación del mismo pie con el que defendía balones en el estadio; el ruido del motor sonaba igual que la tribuna un domingo. Yo iba en el asiento del copiloto como si viajara en una nave que me llevaba directo al corazón del fútbol.
El trayecto fue corto, apenas unas cuadras, pero en mi memoria aún se extiende como un partido entero. No hubo palabras trascendentes, no hubo confesiones, solo el silencio compartido entre un niño que no cabía de asombro y un futbolista que tal vez nunca supo que estaba regalando un recuerdo eterno.
Hoy lo pienso y sé que era otro México. Un país donde lo impensable era posible, donde un jugador de primera división podía detenerse en una tienda de barrio y llevar a un niño desconocido a su casa sin temor. Eran tiempos distintos, más cercanos, más ingenuos, quizá más nuestros.
Seguramente él no recuerde esto, pero yo guardo ese instante como un gol secreto, un gol que no se grita en las gradas pero que se queda para siempre en la memoria. El día en que Santiago Ostolaza me llevó en su Ichiban, y por unos minutos, yo viajé en esa frontera donde el fútbol deja de ser juego y se convierte en vida.








