ESTRICTAMENTE PERSONAL
Caos y furia es el titular principal de The Philadelphia Inquirer, uno de los 20 mejores periódicos de Estados Unidos y ganador de una veintena de Premios Pulitzer, incluido el de Servicio Público en 1978, por una investigación sobre el abuso y la brutalidad policiaca en esa ciudad, cuna de la Independencia. El titular refleja la jornada violenta que se vivió por las protestas en varios barrios por el asesinato de Gerald Floyd hace una semana, por un policía de Minneápolis, pero se quedó corto. El crimen policial galvanizó la frustración y el coraje por la desigualdad y la brutalidad de las fuerzas de seguridad, en Filadelfia y el país, aprovechado por provocadores de extrema derecha e izquierda, que han visto en este nuevo episodio de odio racial, un buen momento para desestabilizar.
El presidente Donald Trump, principal responsable de la polarización política, sólo ha contribuido con incitaciones a la violencia y al divisionismo. Sin un líder nacional claro, los símbolos de las instituciones han estado cayendo desde el martes pasado cuando en Minneápolis, al día siguiente del asesinato de Floyd, el cuartel de policía al que pertenecía el asesino, fue tomado e incendiado. En la huida de los policías quedó también la señal de cómo la sociedad se había volcado en contra de la institución que representa la ley y el orden. Las alcaldías en otras ciudades fueron resguardadas por policías y Guardia Nacional, y en Washington, el Servicio Secreto se llevó a un búnker varios pisos debajo de la Casa Blanca a Trump y su familia, ante la posibilidad que no pudieran contener las protestas.
¿La Casa Blanca tomada por manifestantes? Sólo se imagina uno eso en las películas. La distopía encontró una puerta de entrada en Estados Unidos en la brutalidad policiaca y el odio racial. Sus principales ciudades están llenas de violencia, balas de goma y gas pimienta. La reacción nacional ha sido de hartazgo frente a tanta saña policial, lo que no es nuevo. Se vio tras la paliza policial al afroamericano Rodney King en Los Angeles en 1991. Se vio en 1968, tras el asesinato de Martin Luther King. Y dos años antes, en los disturbios en el barrio de Watts, en Los Angeles, que pintó la noche de naranja. Negros, hispanos, asiáticos y blancos están enojados.
Algo está podrido en nuestro vecino. “Ya basta”, declaró el movimiento Black Lives Matter. “Nuestro dolor, nuestros llantos, y nuestra necesidad de ser vistos y oídos resuenan a través de todo el país”. Podría parecer una frase cursi para muchos en México, pero quien ha recorrido los proyectos, los desarrollos urbanos en las zonas marginadas, sabe lo que eso significa. En Minneápolis, donde comenzó todo, las protestas más violentas fueron en el barrio de St. Paul Rondo, donde entre 1956 y 1968 se abrió su corazón para la construcción de la supercarretera Interestatal 94, que afectó iglesias, escuelas y negocios, rompiendo para siempre el corazón cultural de la comunidad afroamericana. Se puede pensar que aquella herida nunca sanó.
Pero es mucho más que eso. En Nueva York no sólo hubo protestas en Harlem o el Bronx, sino en Brooklyn –de mayoría blanca- y Queens –donde sólo el 19% es negro-. A la Casa Blanca no sólo llegaron de Anacostia o Mount Pleasent, sino se sumaron anglosajones. Pero ¿es sólo resultado del odio racial y la violencia policial lo que está pasando en Estados Unidos? “Hay muchas variables”, comenta una aguda observadora. “La más importante es el hartazgo por el racismo. El asesinato de Floyd, porque no puede llamarse de otra forma, sí sacudió”. La reacción parece multifactorial. Los negros son el grupo más afectado por la pandemia de la covid-19 en ese país y la crisis económica.
Un ensayo en el Harvard Business Review reportó que las muertes por la pandemia entre la población negra son “desproporcionadamente” altas. Por ejemplo, aunque representan sólo el 22% de la población de la ciudad de Nueva York, el 28% de las muertes por el virus son de negros, y en Chicago, donde son el 30% de la población, su tasa de mortalidad es de 70%. En materia de desempleo, según la Oficina Nacional de Investigación Económica, la media nacional se ubica en 26.5%, pero el impacto entre negros es “alarmante”, al tener una tasa de 31.8% (31.4% es la de los hispanos).
La violencia contra ese grupo no ha cesado; se ha incrementado. De acuerdo con el reporte anual del FBI , difundido en noviembre, los ataques personales motivados por los prejuicios alcanzó en 2018 un tope histórico de 16 años, al incrementarse el número de crímenes de odio contra la población negra. El Southern Poverty Law Center demostró que en los últimos cuatro años los crímenes de odio han crecido, así como el número de grupos extremistas, que sólo en ese año se elevó en 7%.
En las protestas de los últimos días en Estados Unidos, los reportes de infiltración en los grupos violentos por anarquistas y supremacistas blancos han abundado. Han observado los espacios vacíos y los han ido llenando. Posiblemente han profundizado la virulencia en los enfrentamientos con la policía para provocar una mayor dureza y represión –si es una estrategia, les está funcionando-, y provocar una desequilibrio nacional en una año peculiar: hay elecciones.
Veamos con atención lo que pasa en el norte para evitar que suceda aquí. La polarización, la desigualdad y la creciente violencia muestra sus grados de degradación social, agudizados por un presidente que polariza, incita a la violencia y que se pelea con todos todo el tiempo. Ayer, Trump, quien ha acusado a los medios de lo que él hace, tildó a los gobernadores de débiles. El consenso se le ha evaporado y esa bestia herida, está a la deriva. Aprendamos todos de ello.
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