ESTRICTAMENTE PERSONAL
El final del TLC
Aceptemos la realidad: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte está muerto, y sólo falta que el presidente Donald Trump firme su certificado de defunción. Congruente con su reiterado mensaje desde la campaña presidencial, Trump está listo para liquidarlo. El pacto va rumbo al colapso y es inminente la salida de Estados Unidos de él, escribió este jueves Ann Swanson, la experta corresponsal económica de The New York Times. Trump No quiere un pacto entre tres naciones, sino buscará acuerdos bilaterales donde, tampoco nos engañemos, su objetivo será obtener el mejor arreglo comercial para los intereses de su base electoral. Si el resultado es positivo o negativo, es otra discusión. Lo que importa en este momento es que se comenzará a redefinir el futuro mediato de las relaciones bilaterales.
Como parte de la narrativa preventiva del gobierno mexicano, el secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, dijo esta semana en el Senado que de ser así, la relación bilateral se modificaría. La frase fue deliberadamente ambigua, frente a la incertidumbre de la ruta que seguirá Trump, cuyo gobierno no es más un aliado de México ni le interesa un trato especial, como suelen tener las naciones con sus vecinos. Trump ha cancelado, en los hechos, el diseño de la Relación bilateral que mantuvo la Casa Blanca desde hace casi 40 años, cuando durante el presidente James Carter pidió la revisión de la relación con México, que concluyó un año y medio después con el Memorando Presidencial 41, que ajustó la política que por décadas se seguiría con México.
Ese Memorando propuso nuevas políticas en el área de energéticos –de altísima prioridad por la crisis del petróleo que provocó en 1977 el racionamiento de combustibles-, y que llevó a la compra de crudo mexicano para la Reserva Estratégica en las cuevas de Texas y Luisiana, y a la firma del acuerdo sobre gas natural. También planteaba nuevas formas de relacionarse en materia comercial y de trabajadores migratorios, traducido poco después en la Ley Simpson-Mazzoli, la última gran reforma migratoria en Estados Unidos. El documento, que durante años fue confidencial, planteaba que la salvaguarda de los intereses de Estados Unidos debía ser compatible con un “México estable, que progrese y sea amigo”, donde buscarían evitar a toda costa cualquier ingrediente que deviniera inestabilidad. Tan importante era la relación, que por diseño Carter, cuya política hacia América Latina incluyó la presión a las dictaduras de América del Sur para que terminaran sus regímenes de terror, redujo la crítica pública sobre la violación de derechos humanos en México.
La política de Washington hacia México corría sobre rieles geoestratégicos, y desde 1979 se planteaba una integración norteamericana junto con Canadá, a partir de la seguridad energética. Durante la administración de George H. W. Bush se inició la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, concluido con el respaldo del presidente Bill Clinton, que consolidó lo que casi tres lustros antes había comenzado. En los gobiernos de George W. Bush y Barack Obama, la relación se expandió de una forma sin precedentes en materia de seguridad, donde se combatió trasnacionalmente al crimen organizado.
Bajo el gobierno de Trump, todo este trabajo de construcción se ha venido demoliendo. El presidente estadounidense es muy ignorante de lo que significa la relación con México, que fue el argumento por lo cual un empresario amigo de él lo persuadió a aceptar la invitación formulada por Videgaray a su hija y su yerno en agosto del año pasado, para visitar al presidente Enrique Peña Nieto en Los Pinos. No aprendió mucho. Todavía en su encuentro en Hamburgo, en el marco de la cumbre del G-20, Peña Nieto parecía que hablaba al aire durante la conversación con Trump, hasta que comenzó a explicarle lo que se había hecho con la reforma energética. Según funcionarios presentes, Trump pareció despertarse y volcó su atención a lo que decía Peña Nieto, para concluir que “hay que venderles mucho gas a los mexicanos”.
La participación de las multinacionales con sede en Estados Unidos en la apertura energética mexicana –como Exxon, que hasta diciembre dirigía Rex Tillerson, el actual secretario de Estado-, se ha dado bajo los parámetros empresariales. Trump no ha dado incentivo alguno para fortalecer la relación bilateral ni en ese, ni en ningún otro sector. Al contrario, como es ampliamente conocido, su forma como se ha acercado a México es hostil, grosera y déspota. Igual, según funcionarios mexicanos, a como se ha comportado con el presidente Peña Nieto en privado.
La tolerancia del gobierno mexicano ha ido modificándose. No llega aún el gobierno mexicano a dar un manotazo en la mesa, y tampoco se prevé que lo haga públicamente. Pero en forma sutil, cuando varios secretarios de Estado dicen que no están dispuestos a seguir sentados en la mesa si Trump abroga el tratado como una técnica de negociación, y que de darse ese momento la relación en su conjunto sufriría cambios, el mensaje a la Casa Blanca es que la paciencia llegó a su límite. El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, dijo tras hablar con Trump el miércoles, que el presidente de Estados Unidos, que fue ambivalente con él sobre el futuro del tratado, suele tomar decisiones sorpresivas, que representan desafíos ante los cuales hay que estar preparados “para cualquier cosa”. La ruta está clara. La colisión final se acerca. No podemos decir más adelante que no estábamos preparados para este final. Eso, política e históricamente, sería imperdonable.