Hay algo en el alma humana que se enciende cuando el débil se levanta. Un reflejo primitivo, casi biológico, que nos hace volcarnos del lado del pequeño que encara al gigante. Como si al verlo resistir, al verlo enfrentar sin miedo la condena previa del papel, también nos viéramos a nosotros mismos sacudiéndonos la rutina, los miedos, los “usted no puede” de la vida.
Por eso hoy todos hablamos del Auckland City.
Un equipo de Nueva Zelanda que, si somos sinceros, muchos descubrimos apenas hace unos días. Un club con jugadores semiprofesionales, con sueldos extremadamente modestos y profesiones paralelas: uno es maestro de educación física, otro limpiando piscinas, otro estudia en las tardes, etc. Gente como tú, como yo. Y, sin embargo, ahí estuvieron, en el Mundial de Clubes, jugando de tú a tú contra Boca Juniors. Sí, el Boca: el de Riquelme, el de Maradona, el de la Bombonera que tiembla.
Y no solo jugaron. Empataron. Resistieron y con ese resultado dejaron fuera del torneo la soberbia xeneise. Dieron pelea. Y sobre todo, también tuvieron suerte, como toda hazaña que necesita de una pizca de milagro. Pero también corrieron, se tiraron al piso, gritaron, sudaron el escudo. Uno de ellos, un maestro de escuela pública, le metió un gol de cabeza a Marchesín. No es metáfora. Es literal: Ganó por aire una pelota y batió a un arquero internacional con mundiales, torneos y arrogancia en la mochila. ¿Cómo no enamorarse?
Sobre todo, si uno conoce su historia. Porque este empate no es solo un resultado. Es un acto de fe. Un gesto casi terco de los que creen sin garantías. Se comieron diez goles del Bayern Múnich y seis del Benfica. Y sin embargo ahí estaban, confiando en que algo podía pasar, no por ingenuidad, sino por dignidad. Como el coronel Buendía de García Márquez, que sigue poniéndose el traje cada viernes a esperar una carta que no llega, ellos también se prepararon para competir en un torneo que les queda grande. Porque creen. Porque sueñan. Porque hay gestas que nacen precisamente ahí, donde la esperanza parece una locura.
Algunos de los jugadores tuvieron que pedir vacaciones en sus trabajos para poder ir a jugar a Miami. Usaron los días que otros destinan para ir a la playa o visitar a la familia, para enfrentarse a gigantes en un torneo internacional. Y ahora que su participación ha terminado, volverán a su realidad, volverán a sus empleos: al aula, al mostrador, a la oficina. Pero volverán con un recuerdo maravilloso, a partir de hoy su realidad también es más bonita. Ese recuerdo les pertenece para siempre. Esa es su vida.
El fútbol, con todos sus millones, todavía tiene espacio para estos capítulos. Pequeños cuentos de hadas que duran noventa minutos y que nos recuerdan por qué seguimos viendo este juego. Porque sí, es verdad que nos emocionan los goles de Haaland, la velocidad de Mbappe y los intentos de regates de Vinicius, pero para algunos románticos como yo, nos marcan el alma balompédica los gestos de esos equipos que no deberían estar ahí, y sin embargo están.
¿Quién no ha sido Auckland alguna vez? ¿Quién no se ha sentido el que llega sin invitación a una fiesta llena de trajes caros y mira desde lejos los focos y el champán? Pero cuando uno se atreve a bailar, aunque sea con zapatos gastados, y la música suena, puede pasar lo que pasó: el maestro de escuela pública cabecea, la red se sacude, el mundo aplaude.
Y nosotros, los aficionados con alma vieja, desde este rincón del planeta, volvemos a creer que todo es posible.
Porque lo es.







