EL CRISTALAZO
La mayoría de quienes puedan leer estas líneas de seguro ignora quién fue Enrique Jardiel Poncela.
Sus libros, como las máquinas de vapor, las cámaras fotográficas con rollo, los discos de 78 rpm, las tiendas de discos y muchas otras cosas más como los yoyos de madera y la prohibición de la mariguana, son cosas del pasado.
Y por tanto, inútiles, como todo lo pretérito, en especial en una época convocada a la transformación en la cual todo cambio es para mejorar. No es siempre cierto.
Jardiel Poncela fue un humorista, cosa —por cierto—vedada a las mujeres escritoras. Quien sabe el motivo, pero mujeres dedicadas al humor, o son pocas o son irrelevantes. Pero en fin, ésa es una digresión inoportuna y políticamente incorrecta.
El caso es otro, Jardiel Poncela vivió en una España pacata y triste, tan triste como la devoción combinada (dice Machado), de Frascuelo y de María. Bueno.
Nació en 1901; por tanto su madurez transcurrió durante la dictadura de Francisco Franco, régimen poco propicio para la creación intelectual. Quizá por eso se refugió en el humor y a veces en el absurdo, cosa fácil en España, país donde esa condición es casi costumbrismo, no en el análisis político o alguna cosa parecida.
Para confirmar esta inclinación por el absurdo, basta ver la exhumación del caudillo del Valle de los Caídos para darse cuenta de cómo los españoles oscilan entre lo ridículo y lo grotesco. Sacan el catafalco del Caudillo pero su obra ostentosa, megalomaníaca, faraónica, absurda y abusiva, el monumento mismo, permanece intacto.
Bien hubieran podido dinamitarlo completo, como se lo merecía el hideputa (para usar un adjetivo cervantino), pero para eso hubiera sido necesario meterle candela a la Sagrada Cruz y eso no lo haría ningún español de la historia. También la pudieron haber desmontado por bloques y luego pulverizado para vender lascas de mármol y cemento, como si fueran reliquias del Santo Madero.
Pero no hicieron tal. Echaron a la calle al faraón, pero mantuvieron la pirámide. Bendito sea el altísimo.
Pero yo iba a escribir sobre Jardiel porque una de sus obras más hilarantes se llama La tourneé de Dios, en la cual el Gran Creador, decide ni más ni menos, volver a la Tierra, con lo cual se producen todo tipo de disturbios ante los cuales no le queda más remedio sino decir, “cada y cuando me aparezco pasan estas cosas” (He citado de memoria).
La obra quizá tenga algún sentido político escondido, como solía esconderse en los tiempos de la dictadura cualquier asunto político. Hasta el gran Ortega y Gasset decía, “…lo único de lo que vale la pena escribir, es de toros…”
Pero ahora y quizá como presagio de la anticipación de Jardiel, parece como si se nos fuera a aparecer el Gran Arquitecto del Universo. No se sabe si en alguna de las formas de la Santísima Trinidad; a saber Padre, Hijo o Espíritu Santo, o cómo, pero ya son demasiados los signos.
Desde hace algún tiempo, en el discurso oficial de nuestro transformador gobierno se aparece la divinidad.
Ya sea como referencia, ya sea como contraste.
Por ejemplo a los ricos fifí, se les dice, si sois corruptos, no deberíais ir a misa los domingos.
También se ha hablado en el discurso de gobierno de los sepulcros blanqueados y en días recientes se ha mencionado cómo este régimen tiene una real inspiración cristiana, pues a Jesús lo persiguieron por pensar y ayudar a los pobres y a los necesitados y por ello fue crucificado, muerto y sepultado, aunque resucitó al tercer sexenio, digo, al tercer día.
Sólo nos falta ver la multiplicación de los panes, de los peces y de los votos. O el agua hecha vino en la boda de alguien…
En el libro de Jardiel hay un personaje entrañable: Perico Espasa, un reportero cuya misión es entrevistar a Dios. Hace mucho tiempo un amigo mío, compañero de Denegri dijo: “Si pudiera entrevistar a Dios…” y alguien le dijo, “no seas pendejo, mejor entrevista al diablo, da mejor nota”.
Si Jardiel hubiera vivido en México, habría completado el astracán de la imposible entrevista: el reportero no pudo llegar porque la carcacha en la cual viajaba con “la fuente”, se volcó en el camino.
Dijo EJP, “el fin de la religión, de la moral, de la política, del arte, no viene siendo desde hace cuarenta siglos más que ocultar la verdad a ojos de los necios”.
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