EL CRISTALAZO
Las primeras mujeres de la vida
No teñirán estas líneas, oscuras ideas freudianas sobre el significado de las mujeres en la vida de los hombres, ni pretendo ahora señalar nada más allá de los rostros conocidos y a la vez desconocidos de las primeras mujeres de todo mexicano antañón, y el extraño influjo al cual nos sometieron sus ojos o sus imágenes o su inaccesible condición de montaña nevada.
Obviamente después de la madre, los mexicanos conocimos –al menos quienes nacimos cuando la mañana era intangible y abrumadora y la claridad un estrépito de fulgores en el balcón del valle—, a una mujer yacente cubierta de nieve, con su cabellera derramada de piedras blancas.
Nos dijeron de niños, es la Iztaccíhuatl una de las pocas palabras perdurables y cotidianas en la lengua antigua. El caso es simple, nuestra primera mujer después de la familia, fue una muerta con un sudario nevado. Mujer
Blanca.
La otra, tiempo después, fue una inaccesible pero siempre presente virgen celestial con los resplandores del sol en torno de su figura de manto y preñez, con un ángel bajo las plantas, extrañamente emplumado con los colores nacionales de cuando ni nación había, mucho menos bandera.
Pero nada de eso importa cuando los ojos se pierden en las pupilas apenas insinuadas de la dulce mirada de la gran madre mexicana, cuyas manos en rezo y oración están rodeadas por todas las estrellas o al menos las suficientes para disipar las desgracias de un pueblo siempre triste, con muy pocas horas felices en su historia, en las cuales ella ha sido refugio, estandarte, paño de llanto, lágrima y luz; corona y lumbre, firmamento y esperanza.
Pero otras mujeres hubo en la vida o al menos en la memoria.
Una de ellas, con muslos de espléndido metal, es la flechadora, conocida por todos como la Diana Cazadora, con su fuente de lebreles y perros de presa, habitante cercana al bosque de Chapultepec y símbolo de lujurias matutinas y amaneceres (dice la canción), con auroras como puñaladas.
Surgida de las fotografías sepia de los viejos roto grabados, conocí –después– a doña Elvia Díaz Serrano quien fue una de las modelos de tan hermosa escultura, a la cual su autor, Olaguíbel (antes de tener permiso), le intentó arrancar los remaches del taparrabos, de endeble confección hecha por él mismo, antes de recibir la plena autorización (del general Corona del Rosal) para desnudar plenamente las caderas y el pubis celestial por cuya entrepierna pudo pasar, finalmente, la luz, como el agua de la ola erótica (llena de urgencias masculinas), se hundió entre los muslos finos de Oceánida, según nos dijo Leopoldo Lugones.
Pero esos son otros versos.
Después de la Diana viven las arracadas de ensueño y los ojos de una gitana en los billetes de cinco pesos, de cuando, los billetes decían The Federal Bank Note Reserve y el chisme político le atribuía ese rostro a Gloria Faure, una bailarina con flores en el cabello, amante del secretario de Hacienda de Calles, Alberto J. Pani.
Pero haya sido cierta esa identidad, o falsa de toda falsedad, esa mujer me acompañó en los primeros momentos de mí nunca lograda riqueza, pues un papel con su rostro, fue el primer billete en mi poder cuando la infancia confundía cinco pesos con el tesoro como del Conde de Montecristo.
En la escuela vi con emoción heroica la imagen de la patria soñada por González Camarena quien –ayer lo recordaron en la conferencia presidencial matutina— se llamó Victoria Dorenlas y encarnaba con su túnica blanca la pureza de un México de dulce y alcanfor, desparecido para siempre.
Ella cubría la portada de los libros de texto, cuyos 60 años ahora se conmemoran sin alguien para corregir la sintaxis de la comisión editora, pues se le dice de los libros de texto gratuito y no de los libros gratuitos de texto. Ni Martín Luis Guzmán corrigió el tropezón sintáctico.
Pero esos son pelillos a la mar.
Recuerdo igual a otras mujeres presentes en la memoria mexicana:
Estela Ruiz, una juchiteca de ojos negros y piel morena, envuelta en el resplandor de sus almidones tehuanos en los billetes de diez pesos, y a Nieves Orozco, a quien cuando la conocí personalmente, ya mayor (ella), le dije sin remordimiento:
–Me da gusto conocerla de frente, porque de espaldas, la he tenido siempre presente en todos mis recuerdos.
Ella fue la modelo de Diego Rivera en el célebre “Desnudo con alcatraces”.