EL CRISTALAZO
Cuevas, la nomenclatura, el dibujo
No es posible pensar en José Luis Cuevas sin incurrir en un definitivo lugar común: su importancia en la plástica nacional fue inferior a su influencia en la nomenclatura urbana.
Sin él la colonia Juárez de la ciudad de México, no hubiera tenido el bautismo feliz de un espacio alguna vez pretencioso y hoy absolutamente en decadencia, llamado “Zona Rosa”, en estos días destripada por enésima ocasión, como si la burocracia buscara, con afán de arqueología, el esplendor de los días pasados, cuando la “mafia” cultural de México se reunía en el café Tirol o el Kineret de Jacobo Glantz, para buscar en Niza y Hamburgo (la frase es de Monsiváis), los paraguas de Cherburgo.
José Luis Cuevas es uno de esos casos geniales en los cuales un hombre logra la construcción y pervivencia de su propio mito, con el respaldo de una obra en ocasiones menor a su propia valoración personal. Cuevas fue superior a su obra y su obra, justo es decirlo y reconocerlo, tuvo momentos de enorme calidad plástica.
Su talento como dibujante, apenas corre parejas, con la desproporción de sus limitaciones como pintor. El color y la modestia no fueron materia de su dominio. Ni falta le hizo.
Cuevas abundó en el arte de “epatar”, como se decía en adaptación del verbo francés (epater), comprendido esto como la capacidad de molestar e irritar gratuitamente. Fue un “enfant terrible”, un niño problema, diríamos ahora, pero con el tiempo el traje de precoz maravilla deslumbrante (a quien todo se le perdonaba), le fue quedando holgado, como la indumentaria de sus personajes del dibujo, tal ese grabado de Baudelaire ahora colgado en una de las paredes de mi casa.
Cuevas escandalizó a una generación a la cual quiso empujar a mirar el arte mexicano con ojos distintos a los del muralismo, con todos sus ingredientes de gran producto revolucionario adherido a las paredes de los edificios públicos y patrocinado por el gobierno. El suyo fue un mural relativamente efímero, tanto como para sobrevivir convertido en pared de mosaicos en la calle de Londres. El original está en casa de un amigo suyo.
Luchó contra la herencia revolucionaria cuando no había sino la ruta demagógica y única, trazada por Siqueiros y las aventuras de hoz y martillo piadosamente colocados en el ataúd de Frida Kahlo en el mismo recinto donde ayer fueron destacados los restos del dibujante para homenaje público, con flores pero sin alcatraces riverianos.
Hace algunos años la delegación Álvaro Obregón intentó cambiarle el nombre a la avenida Altavista y bautizarla oficialmente como “Paseo José Luis Cuevas”.
La última jugada del gran provocador se quedó apenas en un esbozo: en el arranque de esa rúa, cerca de avenida Revolución, con su apariencia de doble galleta “de animalitos”, está su evocación amorosa del “siamesismo” (unidos como inseparables siameses), con su segunda esposa (jamás su segunda mujer, pues de hembras conoció insólita abundancia) y a pesar de haber sembrado de esculturas todo el camino, hasta intentar la coronación en la casilla donde yace abatido el estudio de Diego Rivera, junto al restaurante San Ángel Inn. La avenida se sigue llamando Altavista.
Quienes nos opusimos a ese cambio mañoso fuimos apaleados por Cuevas en su columna “Bestiario”. A mí me acusó de envidioso: como yo soy feo de toda fealdad, siempre estuve agraviado por su apostura y belleza. Vaya pues.
Sin embargo, y a pesar de un final ríspido, yo siempre guardé un buen recuerdo de José Luis, a pesar de su poca tolerancia para la crítica.
Un día, el marquero me llamó.
Fui a recoger dos grabados magníficos de Cuevas quien se los había regalado a Miguel Ángel Muñoz quien es estaba convirtiendo en una especie de biógrafo oficial. Uno más. Por un descuido en un cajero automático, olvidé los grabados recientemente enmarcados.
Por casualidad al día siguiente me encontré con José Luis. Éramos casi vecinos. Le conté mi pérdida.
Furioso me regañó. Me puso como palo de loro y me reconvino por no cuidar tan importantes trabajos. Furia era poco.
–No te apures, José Luis. No se perdió tanto. Te juro por Dios, si los dibujos hubieran sido de Toledo nos los habría descuidado.
Nunca más nos dirigimos de nuevo la palabra.
Como sea, le guardo un buen recuerdo por otras razones, ahora reservadas para otra entrega.
Descanse en paz.