Bueno, pues, quizá todo esto no tenga ninguna importancia, pero déjeme usted, por favor contarle algunas cosas sobre todo ahora cuando vemos tantos y tantos desperfectos en nuestro entorno y vidas y de cuando en cuando –como es el caso de la muerte de Eduardo Lizalde–, algunas pérdidas terribles si bien lógicas, porque el gran tigre de la poesía mexicana, el ya dicho Eduardo, pues ya era hombre de muchos años acumulados y la parca suele llegar mucho antes, lo cual nos dice de la longevidad del gran gato cuya voz poderosa se acabó hace unos días, y cuya resonancia me da oportunidad de recordar esta historia con ribetes de anécdota y de política, porque hace muchos años, cuando se estaban organizando las conciencias en pos de una ruta democrática nacional, estábamos en la casa de Heberto Castillo, el ingeniero; no el pianista, ese es su hijo, y había una gran asamblea de talentos y de cultura y estaban entre otros Octavio Paz, si la memoria no engaña, Víctor Flores Olea, y Carlos Fuentes, entre otros y se hizo un documento de alborada democrática, precursor del gran movimiento nacional, ahí mismo al pie de una pintura con dimensiones casi murales, en la cual están en Lecumberri todos los presos del 68, un cuadro más o menos malo o más o menos bueno, pero muy simbólico, pues, y entonces se había producido un manifiesto con los puntos del acuerdo cívico político y alguien propuso a Carlos Fuentes para leerlo y el gran Carlos, el dandi seductor de las letras y la cultura mexicanas, se excusó de hacerlo (porque después supimos, afuera en un automóvil negro lo esperaba una rubia de escándalo, llamada Candice Bergen), y le cedió la palabra a Eduardo con un argumento impecable y lisonjero, mejor léelo tu Eduardo, tú eres la mejor voz de la literatura mexicana, y entonces Lizalde sonrió y leyó el papel e inundó la sala con sus tonos bajos donde se concentraban las intenciones de la futura democracia nacional; pero en verdad pocos hubieran imaginado entonces a Fuentes embajador en París de Luis Echeverría, el ogro, sobre todo porque los sobrevivientes del 68 ya le tenían jurada la condena eterna al demonio de San Jerónimo, pero pasados los años y con el auxilio alcahuete de la memoria, en cuyos rincones todo se disculpa, comentábamos ese episodio en la penumbra vaga del Salón Humboldt donde de vez en vez los fogonazos del agave limaban la garganta, en compañía del divertidísimo José de la Colina, cuando hacían ellos un suplemento cultural en Novedades, pero no era ese el único motivo de mi recuerdo de Lizalde, sino una tardía expresión pública de agradecimiento, porque en años distantes, Alí Chumacero, ese maravilloso jardinero de letras y poeta, sembrador de palabras en los libros del Fondo de Cultura Económica, tuvo a mal enfermarse de quien sabe cuál dolencia y Lizalde me propuso sustituirlo temporalmente en los mesteres de producción en el fondo, empleo nunca desempeñado, pero no por eso menos agradecido el gesto del poeta hacia quien entonces era apenas un muchacho con deseos de afianzar su carrera en el periodismo, afán en el cual aún se mantiene, y no en la fabricación libresca, pero esa es otra cosa, harina de otro costal, de otro mundo, a lo mejor, como ese otro planeta –hay tantos— en el cual viven los tres protegidos políticos de nuestro señor presidente, a saber don Nicolás Maduro, el señor Díaz Canel, cubano él y el gorila de Managua, Daniel Ortega, por quienes don Andrés Manuel ha quebrado lanzas y puesto picas en Flandes y expuesto el arrojado pecho, para conseguirles una invitación estadunidense a la inútil y vacía Cumbre de las Américas, todo para oírlos cantar a trío su desinterés en ir a esa triste fiesta, como quien dice, “…al fin que ni quería”, y dejar al abogado con la brocha en el aire, porque ellos tres, cada uno con su estilo y su estridencia, cada quien con su verbo de incendio, han mandado al carajo al señor Biden –quien los mandó primero al rancho de don Andrés–, con todo y su junta y en tonos de distinto heroísmo mestizo y latinoamericanista de los años setenta, le han dicho nones para los preguntones, y entonces le han ahorrado a la Casa Blanca las cartulinas con sus nombres, los cuales de todas maneras nunca iban a estar enmarcados en el dorado filo del haga usted el favor de venir a nuestra junta, porque la fiesta ya fue simplemente desfondada por el tema impuesto desde México, y entonces el presidente nuestro se encuentra metido en un pequeño brete, como aquel cuya audacia lo llevó a intervenir cuando un hombre agresivo zarandeaba a una mujer a vistas sufrida y abnegada y cuando el Quijote ingresó al terreno hostil, quien se volvió furiosa fue la víctima quien le espetó, y a usted quien lo mete, pendejo, mi marido puede hacer conmigo como quiera porque para eso soy su vieja y entonces entre los dos lo surtieron, mi buen, porque ya nos ha dicho la sabiduría popular; quien se mete a redentor siempre acaba en la cruz y no es inteligente sudar calenturas ajenas, ni siquiera en el nombre del “neo-bolivarismo” tabasqueño, porque las cosa sencillamente no son así y entonces ahora ya el presidente no puede reclamar la exclusión porque los excluidos se han segregado ellos mismos y han declarado –altivos, orgullosos, dignos, pobres pero honrados–, su negativa a asistir a una fiesta a la cual de todos modos ni estaban convidados, pero esa es una bella muestra de por qué somos tan distintos los mestizos iberoamericanos americanos de los caucásicos estadunidenses (étnica y culturalmente sajones, pues) porque estos viven con los pies en el suelo y nosotros con los talones en el cielo, y entonces nunca vemos las cosas de la misma manera, por eso somos como somos y por eso nunca nos vamos a entender, porque como dijo en su momento Don Amado Nervo (si ya comenzamos hablando de otro poeta”, “…del lado opuesto de tu río, te está mirando hostil y frío, el ojo claro del sajón”, vaya cosa, vaya cosa también sin importancia, como todo en este mundo, a fin de cuentas.