La historia de las obras públicas es también la crónica de sus accidentes. Su perdurabilidad, muestra la eficacia de un país.
En las repúblicas bananeras todo se pudre con la velocidad de un plátano tabasqueño ennegrecido en menos de tres días.
En la construcción del Puente de Brooklyn, en los Estados Unidos, por ejemplo, murieron 27 trabajadores a lo largo de los 13 años del desarrollo de la obra. Algunos se ahogaron por las inmersiones de una cimentación tan rudimentaria como para durar todos estos años.
“El primero (de esos muertos), fue el diseñador del puente, John A. Roebling, quien sufrió el aplastamiento de un pie y una posterior amputación de los dedos que le llevó a morir de tétanos poco tiempo después. Muchos trabajadores se cayeron del puente, fueron alcanzados por escombros o sufrieron el síndrome de descompresión (por trabajos subacuáticos) : una enfermedad que causaba parálisis y que afectó también a Washington Roebling, hijo del diseñador, quien sin embargo terminó el proyecto exitosamente en 1883.
Cuando en Estados Unidos se abría el primer puente colgante del mundo, en México, el presidente Manuel González trataba (como cualquier López Gatinflas de su tiempo), de disminuir la gravedad de una epidemia; la Fiebre Amarilla y así le decía al Congreso en la apertura de sus sesiones ordinarias para ese periodo:
“ …Habiendo aparecido en los Estados de Chiapas, Tabasco y Oaxaca, una enfermedad que, por sus caracteres y estragos, causó alguna alarma, se dictaron con buen éxito las medidas más oportunas y enérgicas, tanto para evitar su propagación como para atenuar sus efectos en las localidades invadidas. Felizmente ya casi ha desaparecido…” Murieron miles de personas.
Y decía Don Manuel:
“…Inspirando al Ejecutivo el mayor interés cuanto se refiere á la Beneficencia Pública, ya que no ha podido hasta ahora, por diversas causas, proceder á la construcción de edificios dedicados á este ramo, para los cuales hay una asignación en el presupuesto, sí ha invertido sumas de no poca importancia en la conservación y mejora de los que ya existen.
Aquí los muertos, en las obras públicas, y perdón por la digresión clínica tan oportuna en medio de esta otra epidemia y la actitud de los gobiernos, sean como sean, no importan. Las víctimas y su atención se usan como parte de la falsa propaganda.
En otras latitudes este reporte del Colegio de Ingenieros, dado a conocer ayer, provocaría al menos una crisis de gobierno. Aquí todo mundo se alza de hombros y dice, los humildes saben, estas cosas pasan.
La verdadera consecuencia política de todo este desmadre del Metro Bicentenario ha sido la consolidación de la precandidatura de Claudia Sheinbaum. A pesar de un derrumbe mortal en Tlalpan, la eligieron jefa de Gobierno. Ahora, a pesar de la mortandad en Tláhuac, será candidata a la presidencia. Su patrón nunca da su brazo a torcer.
Pero de vuelta a los muertos del famoso puente. Eso es nada para los mexicanos: aquí se nos mueren 27 personas en pocos minutos porque se caen los tramos elevados del Metro de la Ciudad de México y apenas corre
Pero una cosa son los accidentes de trabajo, los cuales –por desgracia– ocurren en todas partes y si volvemos al ejemplo inicial, más cuando no hay maquinaria remota como la actual (grúas, manos de chango, confomadoras, perforadoras, “tuneladoras”, etc), ni sistemas de protección como los de nuestros días.
Pero a cambio de ese progreso, tenemos la desidia de los empresarios favorecidos por las concesiones casi siempre otorgadas en sucio maridaje con los funcionarios responsables (al final irresponsables), de licitaciones amañadas y negocios submarinos; es decir, por debajo del agua.
Toda la línea “Dorada” (será por el, brillo del oro repartido), huele así.
Como aquí se dijo, sin pericia superior a la experiencia y antes del dictamen de los ingenieros civiles, toda la línea es un desastre desde su concepción y a lo largo de los años de su apresurada construcción. La obra del Bicentenario no se parece en nada (al menos en su perdurabilidad), con la obra del Centenario al menos la más simbólica de ellas, la columna a la Independencia.
Como todos sabemos Porfirio Díaz, seguro de su permanencia en el poder, planeó la columna y su entorno, casi con ocho años de anticipación. Sólo retomó una vieja idea de Santa Anna a la cual le debemos el Zócalo. Su capricho comenzó en 1902.
Y cuando las manos estaban en la obra; en 1906, fue necesario desmontar lo ya hecho porque el monumento perdió el aplomo, es decir, se fue de lado, todo se volvió a comenzar
Los ingenieros Guillermo Beltrán y Puga, Manuel Marroquín y Rivera, Gonzalo Garita y el arquitecto Manuel Gorozpe (Rivas Mercado era el coordinador “artístico”), tras recibir una reprimenda de aquellas y una amenaza de cuyo contenido nadie quiere acordarse, volvieron a cimentar la plataforma cuya resistencia permitiera soportar Las casi cinco mil toneladas del fuste y la base.
Con eso y todo, la columna apenas costó 2 millones 150 mil pesos. ¿Cuánto el Metro Bicentenario?
Ya nadie sabe, pero la cifra se acerca a los 105 mil millones de pesos. Una baba de loro.