Gozar de buena salud ha sido deseo y prioridad de todo ser humano. Cartas, mensajes, llamadas telefónicas, saludos casuales, casi todos comienzan preguntando por la salud y terminan deseándola. Sin embargo los buenos deseos sirven poco ante la avalancha de enfermedades, siempre existentes, pero desde hace dos años recrudecidas por una pandemia que varias generaciones no habían sufrido y que, bien sabido y documentado está, que uno de sus daños colaterales es el incremento de mortalidad por la desatención a quienes sin estar contagiados también la necesitaban.
Bajo el argumento del control sanitario, clínicas y hospitales públicos cerraron sus puertas dejando a los pacientes física y literalmente en la calle. Para los enfermos crónicos se disminuyó la atención drásticamente igual que para los ocasionales. Del suministro de medicamentos ni hablar, no hay, no hubo, no habrá. Desde hace, por lo menos diez años, en el Seguro Social el servicio es malo, los médicos escasean, el sistema se cae frecuentemente empantanando trámites que repercuten severamente en las gestiones laborales y de seguridad social, las farmacias son muro de lamentos y reclamos, después de soportar largas y contagiosas filas, los siempre molestos empleados informan que no hay medicina, que regrese en una o dos semanas, al cabo de las cuales se escucharán las mismas respuestas; igual que se repiten los defectos de la vieja escuela, contratando a recomendados remendados porque los colocan en puestos a los que no corresponden su capacidades.
La humillante escena de hacer esperar a la gente a cielo abierto, en el arroyo de la calle porque las banquetas no son suficientes, se repite en cualquier rumbo de las ciudad y poblados, pero además de humillante es inhumano el infringido a los enfermos y sus familiares que se acumulan en espera de atención o respuesta. No hay salas de espera y casi ningún hospital o clínica del IMSS tiene estacionamiento para los pacientes o familiares de los hospitalizados, o los que llegan graves, y claro, afuera de estas zonas los quitaplacas hacen su agosto. Las entrañas del ISSSTE son igual de deficientes, aunque aquí su especialidad es retardar la entrega de los fallecidos hasta el agotamiento de los deudos; quien firma o pone el sello no está, no dejó llave del escritorio, fue por tortas y no regresó. En el ISSSTE, sin muchas clínicas, la actividad y las quejas se concentran en el edifico central que al menos tiene el Cerro de las Campanas y árboles para abrigar la espera. Afuera de los centros de salud también se aglomeran familias con niños y perros, pero pasan inadvertidos porque la mayoría están en poblados, comunidades y zonas pobres donde es común que estén en la calle.
En ninguno de los casos se discute la calidad y capacidad de médicos generales o especialistas, es bien sabido que hacen lo que pueden con los medios que el sistema burocrático les proporciona, al grado de exponer su salud y bienestar personal, porque al interior de las áreas hospitalarias también hay escasez de medicinas, suministros y equipo médico y lo que sobran son sillas, como es el caso del nuevo Hospital General del cual hay reiteradas quejas de pacientes, que aún presentando estados de gravedad, los instalan en incómoda silla en el chiflón de un frío pasillo aplicándoles el suero de la eternidad porque gota a gota esperan horas y horas para un primer diagnóstico, después vendrá el calvario de estudios y sobre todo de desinformación. Este hospital, puesto en marcha en la pandemia, nunca ha abierto sus puertas para informar adecuadamente; prácticamente el paciente se mantiene incomunicado. Enfermo, angustiado e incomunicado. Los familiares de los pacientes instalados en las jardineras y bajo el sol o el frío, esperan que por algún motivo se abra la puerta para rogar información, ¿Qué pasa? ¿Qué tiene?, nadie sabe. Visitas no se admiten para evitar contagios, se entiende, pero la información sobre el estado del paciente dosificada dos veces al día es incierta, confusa, a veces informan que el paciente será dado de alta en cuestión de minutos y la espera se prolonga hasta por días.
Al igual que en los bancos, en decenas de oficinas, en clínicas y hospitales públicos, el virus ha sido pretexto para disminuir personal, para cancelar espacios de atención, para echar a la gente a la calle como si ahí estuvieran a salvo del contagio. Para no variar, hay ausencia de autoridades que obliguen a tratar dignamente a los usuarios de un servicio, aún con mayor razón el que está padeciendo, el que sufre, el que teme la muerte. El sentido trágico de la vida puede aminorarse con un buen trato, caray, no es mucho pedir. Las consecuencias Al tiempo.