Comencé mi relación con niños y jóvenes como docente, hace 50 años. Transmitir lo que conozco, como experiencia, es una de las actividades más agradables de mi vida y no la habría dejado nunca, si no me hubiera percatado que una gran mayoría de las nuevas generaciones de estudiantes se han transformado y lo han hecho para mal. Quiero pensar que de eso somos responsables: el sistema educativo, la familia, y la sociedad que admite principios axiológicos impensables para nuestros padres y abuelos, que ahora se practican cotidianamente.
Hace casi 20 años inicié un camino por las rutas de la Interculturalidad como llamaba Luis Villoro, a esta senda interminable que es andar y buscar el conocimiento y la sabiduría al lado de los pueblos originarios; y me refiero a la interculturalidad porque veinte años de reflexión sobre el tema, no han hecho cambiar a una sociedad mexicana que ha ejercido la discriminación y la exclusión, una clase media que ha menospreciado a sus semejantes por el color de la piel, una hegemonía que no sabe que no sabe, que es necia y sigue reproduciendo el discurso racista que es una violencia viva en nuestra sociedad y México, aunque no se quiera aceptar, es un país racista como muchos otros. Y por todo lo anterior existe una violencia simbólica y explícita en todos los rumbos de nuestra sociedad.
Quien no, apenas llegado a la adolescencia, estrenó los puños a la salida y a espaldas de la escuela secundaria, por una rivalidad que no iba más allá de caerse mal y que generalmente acababa en gran camaradería al poco tiempo; la pelea finalizaba cuando el “mole” llegaba al río. Si no se protagonizaba el conflicto, a veces se les separaba o de plano se tomaba partido por el amigo, amiga, compañera o compañero, y se repartían por igual trancazos a diestra y siniestra, pero la instigación o animación a seguir golpeando se dejaba para los sábados en el ring de la lucha libre o del box o hasta en la matiné de películas del Santo. En verdad, las cosas han cambiado tanto de cuando éramos niños o adolescentes. Según la sociología del deporte, las contiendas han tenido como fin último encausar la naturaleza violenta del ser humano. Nuestro pequeño cerebro reptiliano, lejano vestigio de tiempos ya idos, despierta a veces a la menor provocación. Sin embargo, hemos creado todo un ramo de rosas aromáticas, formas que nos hacen ser amables, agradables y amorosos con nuestros semejantes y el estoicismo nos enseñó a través del cristianismo el valor de controlar nuestras emociones por encima del caos. Se nos ha olvidado: tanto a padres como a maestros.
El caso trágico de una jovencita del Estado de México, consecuencia de los golpes recibidos en una riña entre adolescentes de secundaria es el sintoma de que algo funciona muy mal en nuestro mundo. El contexto del caso plantea que el ingrediente principal era el acoso escolar que la niña ya había denunciado a las autoridades de la escuela, quienes no tomaron acciones al respecto. De manera recurrente, según cuentan sus pocas amigas, se hacían referencias al color de su piel, llamándola con sobrenombres insultantes y vejatorios. El evento, grabado por instigadores, que, dicho al paso, deberían ser llamados a responder ante una instancia penal por animar la violencia de la agresora, denota odio visible y todo había comenzado por el color de la piel.
Un cliché de las Ciencias Sociales refriere que la familia es el núcleo de la sociedad; dudo que esté vigente en estos tiempos. Parece que la familia y los valores que nos infundieron en su seno, a veces con una regla, cinturón o nalgada son otros. He escuchado con frecuencia las recomendaciones de madre o padre que le indican a su hijo o hija, que si le pegan o lo molestan se desquite con la misma acción: ‘no te dejes”, lo he escuchado en varias ocasiones, en la voz de una mamá que pretende hacerle sentir a su vástago o heredera que es una “princesa”, “príncipe” o “campeón”, “guerrera” o algo que raya en el superhéroe y los infantes se lo creen porque se lo han dicho sus progenitores; digamos que, niñas y niños crecen en una burbuja de fantasía que se niegan a abandonar en la socialización que se da al ingresar a la educación formal y al mismo tiempo, se estructura el futuro abuso de poder como se califica el acoso escolar. Ese narcisismo o poder le acompañará hasta entrada la juventud y es visible en el nivel universitario donde ahora se hacen llamar generación “cristal”, sinónimo de fragilidad y por lo tanto: intocable. Esta es una generalidad que se vive en todos los niveles educativos y a esto hay que sumar que el umbral de frustración en niños y adolescentes se ha empequeñecido a grados patológicos. Masacres como la de Columbine a finales del siglo pasado, se han replicado hasta nuestras fronteras.
El acoso escolar o bulling refleja múltiples disfuncionalidades de la sociedad que merecen reflexionarse para llevar a cabo un programa que confronte a familias completas por la forma en que se está educando a sus integrantes. Qué hicieron mal los padres de estas niñas? Por qué no hay una enjuiciamiento o amonestación para ellos? Enseñar bajo el concepto de interculturalidad desde la educación inicial podría ayudar a hacer visibles los prejuicios sociales, a mirarse en el espejo del racismo, del clasismo que tanto se critican de otras naciones o países. Los fantasmas supremacistas nos persiguen como sociedad a décadas o siglos de distancia. No echemos culpas a los conquistadores, ya estamos grandecitos para practicar otras actitudes más humanas y alejadas del incorregible resentimiento que ha amargado nuestra historia. Una vez que entendiéramos los valores que encierran las relaciones interculturales: el respeto, la tolerancia, la inclusión podríamos sobrevivir en paz a esta locura de mundo. Padres y maestros está en la Biblia: Proverbios 22:6. Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo, no se apartará de él. Desconozco la autoría, pero es cierto: “Cultiva la bondad y el amor en un niño y acumularás amor y bondad. Y sólo entonces, construirás una gran civilización, una gran nación”.