Ariel González
Pretendiéndose hacer pasar por adepto del 68 –cuando en realidad su más “juvenil” reacción fue afiliarse al PRI luego del 2 de octubre– el Presidente López Obrador ha hecho suya, en infinidad de ocasiones, una de las consignas más atractivas y fantasiosas que se generaron por aquel entonces (de Francia para el mundo): “prohibido prohibir”.
La paradójica expresión, que en buena lógica se autoanula (puesto que formula no prohibir, prohibiendo), es del gusto del Ejecutivo porque lo hace lucir más que liberal, libertario y, quién lo dijera, más cerca de Milton Friedman que de Carlos Marx. Todo esto de forma bastante intuitiva porque, convengamos, no parece haber sido jamás lector del teórico de la Escuela de Chicago (y francamente tampoco de Marx).
Si la libertad es entendida como un “hago lo que se me pega la gana”, sin ninguna responsabilidad social y menos aún política, hay que reconocer que López Obrador ha buscado ser absolutamente “libre” en todo su mandato: no rendirle cuentas a nadie, obtener un destacado lugar en el ranking mundial de opacidad, aborreciendo o ignorando reglas y leyes así como, desde luego, a las instituciones y organismos autónomos que las defienden.
Su muy personal interpretación del “prohibido prohibir”, le ha permitido avalar y fomentar las cientos de adjudicaciones directas (sin ninguna traba), en todas las obras estelares de su administración, lo mismo que en las compras o proyectos de todas las dependencias gubernamentales. Aquí, el “prohibido prohibir” sólo se ha cumplido, estrictamente, prohibiendo el cumplimiento de la ley y de todos los ordenamientos y regulaciones existentes. El ejemplo más reciente de esta “libertaria” forma de operar lo tenemos en la adjudicación directa de la que se benefició una constructora del Estado de México (Urbanizaciones de Alta Tecnología), al obtener un contrato por 914 millones de pesos para las obras de lotificación y organización de la zona comercial y de vivienda de la refinería de Dos Bocas.
Para que toda sociedad viva más o menos en armonía, el Estado debe garantizar derechos y libertades, pero también reglas y obligaciones para todos por igual. Para hacerlo posible, el Estado democrático impulsa y sostiene diversas instituciones y organismos ciudadanos que velan porque haya, por ejemplo, seguridad, justicia, servicios públicos eficientes, procesos electorales confiables, regulaciones financieras, transparencia informativa, competencia económica o respeto de los derechos humanos.
Incluso los gobiernos más neoliberales del mundo, en su mejor momento (que no es este, por supuesto), respetaron al menos parcialmente esta perspectiva, si bien pusieron en el centro, como se sabe, la convicción de que el mercado, para funcionar correctamente, debía hacer a un lado los controles y regulaciones del Estado, que se supone frenan el crecimiento económico y las libertades. En consonancia con esta política, el gobierno de AMLO ha impulsado recortes brutales, incluso en diversos servicios médicos, educativos, culturales y proyectos científicos, así como la desaparición de fideicomisos “corrompidos” (algo que nunca se demostró) o sin “ninguna utilidad”, lo que le ha ganado ser señalado por muchos como un gobierno que lejos de ser de izquierda resulta ser partidario del más indolente neoliberalismo.
Si el neoliberalismo exalta el crecimiento, el libre comercio y la libre circulación de capitales, el neoliberalismo obradorista obstaculiza cada que puede el nearshoring, la inversión nacional y extranjera, aunque luego se jacte de sus resultados y volumen, respectivamente. Ante todo, está fascinado con los montos de las remesas que envían nuestros paisanos desde EU y Canadá (que se presentan como un éxito de su administración). Por otra parte, mientras niega a diario el injusto y miserable neoliberalismo, en este que es el “gobierno de los pobres” justamente los más pobres lo son ahora más y, en contrapartida, los más ricos (el caso de Slim es notable) son más ricos.
El suyo es un neoliberalismo sui géneris, uno tan torcido como su interpretación del “prohibido prohibir”. Reduce al Estado a su mínima expresión en materia de diversas regulaciones, pero con el objetivo de que su capitalismo de cuates (de la familia) no encuentre ningún obstáculo y, de otra parte, para incrementar, por ejemplo, la presencia y participación del ejército como principal constructor de trenes, refinerías y bancos (del “bienestar”), lo mismo que como administrador de aduanas y aeropuertos. Pretende ahorrar, con austeridad thatcheriana, desapareciendo organismos autónomos como el INE o el INAI que “no sirven para nada”, pero sigue gastando en barriles sin fondo como Pemex, la empresa pública más improductiva y endeudada de México.
Los ejemplos sobran y van de la mano de esta “filosofía” tan atractiva como falsa de “prohibido prohibir”, que en el paquete de reformas recientemente entregado se traduce solamente en la intención de prohibir la existencia de un poder judicial independiente, prohibir la representación de minorías a través de diputaciones plurinominales (justo ahora que Morena tiene el poder, qué casualidad) y hasta las corridas de toros.
En materia de seguridad, salta a la vista que el mismo concepto ha impedido directamente –en nombre del humanismo, los abrazos a los jóvenes, la justicia social e incluso la paz– poner un alto a la actividad criminal en la mayor parte del territorio nacional, donde a diario vemos cómo libremente se roba, extorsiona, secuestra y asesina.
Así pues, “prohibido prohibir” quiere decir, en realidad, prohibido todo aquello que contravenga la voluntad presidencial; por lo mismo, no es otra cosa más que la viejísima Ley del embudo, que para efectos prácticos podemos actualizar así: muy ancha para Morena, muy estrecha para la sociedad mexicana.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez
ariel2001@prodigy.net.mx