Abolir los privilegios ha sido una prédica común en la retórica del régimen, postulado de campaña y estribillo del entonces aspirante, candidato y hoy presidente, que al igual que otros pronunciamientos ha quedado solo en una frase publicitaria de eficacia electoral. En los hechos esta administración ha hecho todo lo contrario y hoy, los privilegios abundan, particularmente en el sector oficial.
Por definición, un privilegio es una exención de una obligación, o bien una ventaja exclusiva o especial que alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia goza. Es decir que hay privilegios que la autoridad concede, que la legislación establece y que hay otros que derivan de circunstancias personales. Nunca ha quedado claro cuáles deseaba acabar este régimen, la retórica agarró parejo, más no así la actuación gubernamental. La lucha contra los privilegios ha resultado selectiva y más que un mecanismo de justicia es herramienta de mercadotecnia electoral e instrumento de venganzas y cobro de afrentas.
La más reciente muestra es la extinción de los fideicomisos del Poder Judicial de la Federación, 6 de ellos dedicados a pagar prestaciones derivadas de ley y laborales que fueron considerados privilegios.
Se dijo, por el propio presidente, que había que terminar con los excesivos salarios y canonjías de los ministros de la Suprema Corte, pero ninguno de los 13 fideicomisos extinguidos beneficia a los ministros y se vertieron opiniones, más retóricas que argumentales y de fondo.
“La intención es despejar la opacidad y la discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos, promoviendo la transparencia, la rendición de cuentas y la responsabilidad a través de la extinción de los 13 fondos y fideicomisos bajo la jurisdicción del Poder Judicial de la Federación”, indica la iniciativa presentada por el coordinador de la bancada oficialista, sin embargo, no se entiende la lógica de liquidar para transparentar, máxime cuando no había observaciones graves sobre el manejo de los mismos.
Hay en estas dos posiciones, la del ejecutivo, basada en la desigualdad de condiciones de ingresos y la del legislativo, fundada en la “falta de transparencia” cuando menos incongruencia, pero al fin coincidencia en los fines. El cálculo político le indicó al presidente desde su campaña, que hablar de los privilegios de unos, frente a las condiciones desiguales de otros era un buen resorte electoral en una sociedad marcada por profundas diferencias.
Este resorte lo ha venido utilizando, para ganar respaldo social para sus muy particulares batallas, ya sea contra los organismos autónomos, como el INE o el INAI, contra ex funcionarios etcétera, y tocó ahora a la Suprema Corte de Justicia a la que ha convertido en el símbolo de esa desigualdad que es su bandera para seguir posicionado como un luchador a favor de los desfavorecidos.
Con ese objetivo, se evitó que la discusión se diera sobre el origen y legitimidad de los llamados privilegios, obviando la gran cantidad de ellos que el presidente ha creado con su forma absolutista de gobernar. Él crea e interpreta leyes y además las ejecuta y no concibe que otro poder u órganos autónomos osen contradecirlo y corregirlo.
En su afán, desordenado afán, ha hecho cosas plausibles, como endurecer la política fiscal sobre grandes contribuyentes. Pero también ha incurrido en graves violaciones al estado de derecho, a la constitucionalidad, al federalismo, a la división de poderes y al carácter civil del régimen.
Su juicio determina cuáles privilegios son legítimos y cuáles no, cuáles fallos jurisdiccionales son justos y cuáles no, así como cuáles fideicomisos sirven y cuáles deben desaparecer, sin importar si salvaguardan contra contingencias económicas o a soportar desastres naturales. No hay razones, solo motivos e intenciones cuyo único fin es la acumulación y el ejercicio abusivo, discrecional, del poder. La extinción de los fideicomisos del poder judicial exhibe las incongruencias y el carácter veleidoso y visceral de ésta administración.
Se ordena la terminación de éstos, porque hay que dar transparencia y evitar la discrecionalidad, pero a la vez se crean otros, de mayor cuantía, que habrán de ser operados por militares en la más completa opacidad y reserva. Es decir, nada de privilegios para unos y todos los privilegios para otros, según sea el grado de sumisión que le muestren. Absolutismo total envuelto en un discurso falaz para un mundo desigual, gatopardismo puro para que la desigualdad siga siendo el sostén de sus victorias.