Todos conocemos la historia del médico sueco Axel Munthe quien compró el usufructo de la montaña Barbarossa en Italia, para crear ahí un santuario para aves y evitar en lo posible la captura y comercio de ruiseñores y otras aves. Una hermosa obra de piedad en favor de los animales.
Con todas las proporciones hemos leído en estos días otra maravilla del cuidado animal: el señor presidente ha dado órdenes para darles cuidado, asistencia médica y bienestar a la docena o algo más de gatos alojados por voluntad de su felino capricho, en el Palacio Nacional.
Son, en contraste con los de su especie –sencillos morrongos de azotea, taxonómicamente conocidos como “feliz silvestfris catus”— aristocráticos mininos palaciegos, cuyas siestas se hacen en el Jardín de la Emperatriz, aunque le hayan cambiado el nombre por algo menos evocador de los delirios del imperio fracasado.
El gobierno de la República ha creado un mecanismo protector –aplicado por la secretaría de Hacienda– en el cual no hay gato encerrado, ni mucho menos. Los doce o quince habitantes felinos del Palacio ya son parte del inventario nacional, como los animales de cualquier zoológico.
Y si en la ciudad de Roma hay una noción generalizada de obligatoria protección de los miles de gatos callejeros, los cuales viven en el Coliseo y sus inmediaciones, pero también en la Vía Apia, el Trastévere o el Foro de Trajano y los rincones cercanos a la fuente de Trevi, aquí los primeros beneficiarios de la piedad del Humanismo Mexicano son los animalitos del Palacio o como les dicen los empleados menores del edificio, son los gatos del presidente.
Pero en este grupo no se refieren a esos dóciles y siempre dispuestos lambiscones cuyos nombres omito porque son del conocimiento general. Esos son los otros gatos (y gatas) del señor presidente siempre dispuestos a lamer el piso por donde pisa el hombre de Macuspana.
No. En este caso se habla nada más de los ágiles felinos cuyo elástico paso semeja, han dicho algunos, la pasarela de una serpiente envuelta en un abrigo de pieles.
Pero no todo en la historia les ha sido favorable a los gatos. Quizá su mejor época haya sido en los periodos alto y bajo del antiguo Egipto cuando los teólogos de entonces crearon a la diosa Bastet (el amor y la fecundidad) y durante 3 mil años la representaron como gato.
Pero también el gato tuvo mala imagen: La Edad Media los condenó al triste papel de mensajeros infernales y por años y años su asesinato masivo fue práctica común. Sin su fama diabólica Edgar Allan Poe no habría escrito “El gato negro”.
“…Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya revelador voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba…”
En el Capitolio de Washington sobrevive la leyenda del gato demoniaco cuyo espíritu se pasea por los corredores y presagia las tragedias nacionales como el “crack” del 29 o el asesinato de John Kennedy. No se le vio –sin embargo– en el asalto de, los trumpistas.
En Japón, las leyendas del bakneko describían a gatos criminales. En Italia se asustaba a los niños con el gigantesco Gatto Mammone.
La persecución de los gatos en el medioevo incidió en la proliferación de las ratas y la propagación de la peste. Como si de alguna manera los felinos hubieran tomado venganza por el afán exterminador.
Pero el asunto actual de los gatos del Palacio o los gatos del presidente, no hay ningún maleficio ni representación diabólica. Es un simple acto de protección animal surgido, obviamente, de la buena entraña.
Si durante muchos años nos dijeron, por el bien de todos primero los pobres, ahora podemos decir, los pobres y los gatos.