En colaboración anterior, se señaló la imposibilidad de que las políticas sociales del régimen hagan posible la reducción de la brecha social mediante políticas que buscan paliar los efectos, sin atacar las causas del desequilibrio social existente. Este señalamiento queda incompleto, y es necesario complementar el juicio.
La 4T fracasa porqué carece de una hoja de ruta, con propósitos, objetivos y metas, verificables y mensurables, que guíe al gobierno en su conjunto. En las condiciones actuales y a dos años de gobierno, parece existir sólo en la mente de una persona que ordena, decide y ejecuta de acuerdo a su intuición y olfato político. Es necesario insistir en la superficialidad del diagnóstico que guía las acciones, en el desconocimiento de instituciones y programas que por ello han sido descalificadas y desmanteladas a priori; en que el sentido de justicia y redistribución de riqueza está basado más en el resentimiento y la visceralidad, que en una visión objetiva, amplia, de las causas y factores que originan la desigualdad y el desequilibrio social, que permita soluciones a largo plazo, no solo complacer a los votantes actuales.
A la superficialidad del diagnóstico, a la poca preparación administrativa del presidente, a la falta de un programa estructurado de gobierno, debemos que en México no exista gobernanza, y por lo tanto una relación equilibrada entre el Estado, el mercado, el inversionista y la sociedad civil en su conjunto. La carencia de ella es lo que llevaba a la economía en declive durante 2019 y la pandemia vino a magnificar, exhibiendo las deficiencias gubernamentales. Unas que derivan del desmantelamiento de las estructuras institucionales por razones de una austeridad irracional y otras por la verticalidad en la toma de decisiones. En los hechos hay un gabinete que sin la mencionada hoja de ruta o, dicho en términos musicales, sin partitura, tocan de oído siguiendo la batuta de las conferencias matinales.
Fracasa la 4T porque la dirige un solo hombre, sin proyecto claro y explicito, más que el afán de cambiar de acuerdo al humor social y conforme a un diagnóstico que pudo haber sido elaborado en la mesa de un café, de esos en los que se compone el mundo entre taza y taza.
El régimen de un solo hombre, lejos está de entender que la desigualdad es inherente a la humanidad y que la función del Estado es la de buscar el equilibrio social, precisamente para regular esa desigualdad, en un marco de derechos y obligaciones comunes para todos. La falta de gobernanza que caracteriza a esta administración hace imposible que el Estado produzca las condiciones de equidad, no de igualdad, necesarias para reducir la brecha social.
El intento de reducir la diferencia en el ingreso, entre familias de clase media, baja y alta, y familias con vulnerabilidad o ingresos limitados, en pobreza o pobreza extrema, con programas de asistencia social, está lejos de convertirse en un factor para la redistribución de la riqueza generada por el desarrollo. Equivocadamente se ha enfrentado el gobierno con los generadores de riqueza y empleo. No son las instituciones los instrumentos para subyugar y someter a los que producen la riqueza que el Estado debe redistribuir. Difícilmente se pueden sostener programas asistenciales si al gobierno no le llegan recursos para dispersar a través de los programas sociales y estos se generan por la producción y el desarrollo ascendente de la economía, nunca por la sola voluntad del gobierno.
El tono del discurso gubernamental, más dispuesto al enfrentamiento que a la obtención de consensos, no genera las condiciones de confianza y certidumbre que se necesitan para impulsar el desarrollo. La estructura vertical y absolutista de la toma de decisiones tampoco genera la gobernanza que haga útil y eficiente a la estructura institucional. El deficiente manejo de las finanzas nacionales evita que el Estado invierta en ampliar y mejorar los programas y servicios que coadyuvan a obtener un mayor equilibrio social, como la salud, la educación, la investigación científica, la innovación tecnológica, la impartición de justicia, la seguridad y la vigencia plena del estado de derecho.
Hasta hoy, se percibe solo el empecinamiento por imponer un modelo absolutista de gobierno, una visión dogmática y prejuiciada del concepto de justicia social, un desmantelamiento de estructuras funcionales para regular las actividades económicas y la carencia de gobernanza que provoque un desarrollo institucional, económico y social, estable y perfectible por sí mismo.
Múltiples voces han señalado las insuficiencias, la improcedencia y lo errático de algunas decisiones de política económica, así como la ineficiencia, el despilfarro y el descontrol en el ejercicio de los recursos públicos, la descarada intromisión del ejecutivo en el poder legislativo, la obsesión por el proceso electoral 2021 y hasta la insensibilidad del gobierno ante las más de 50 mil muertes por la pandemia. Es posible que todas ellas hayan escrito en dos años, la crónica de un fracaso anunciado.