En una valiente autocrítica el Presidente López Obrador hace un mes declaró, palabras más palabras menos: “Ahora sí la gente va a decir, se nos fue el Presidente”. La confesión la hacía porque contradecía los pronósticos de instituciones financieras y especialistas de que el PIB crecería, a lo más, 2.5%; el Presidente sostenía que sería del 5%, lo doble. El porcentaje desmesurado lo atribuía, no porque ya anduviera por los mares procelosos de la demencia, sino porque él era una persona optimista ; así se justificó. Después del escándalo de su hijo, en el que los remedios que utilizó para aplacarlo resultaron peor que la enfermedad, el pronóstico presidencial se cumplió: hay prácticamente un consenso en que el Presidente está fuera de sus cabales.
Cito algunos calificativos aparecidos en la prensa y en las redes sociales: “Perdió el control; tiene delirios; sin inteligencia emocional; chillón e iracundo; está hundido en una avalancha demencial; ya padece graves trastornos de la razón; berrinchudo; disparatado; el entendimiento lo tiene extraviado; ya se le olvidó reflexionar; ya está malito de su cabeza; es una fiera herida que no razona – hasta simplemente- : “El Presidente se volvió loco”.
Sin coincidir con la autocrítica presidencial ni el chaparrón de improperios, simplemente preguntémonos: ¿Qué puede hacer un país si su gobernante da prueba de que está perdiendo la cordura? Los gobernantes no son sinceros con la divulgación de su estado de salud. Tampoco las leyes ni los opositores han sido capaces de obligar al gobernante a que se acueste en un diván para que lo analicen ni que se ponga una camisa que se amarra por atrás.
En los últimos cien años solamente un Presidente de un país importante ha renunciado por demencia, el Presidente francés Paul Deschanel. Su círculo cercano de familiares y miembros de su grupo político le informaron, cuando estaba en un momento de lucidez, que lo habían encontrado vestido formalmente caminando en una alberca y posteriormente recibió a un embajador totalmente desnudo, solamente con sus condecoraciones. Voluntariamente Deschanel decidió dimitir.
Estudiosos del derecho internacional han analizado la posibilidad de presionar a los países para que cambien de líder cuando sus gobernantes pierdan la chaveta. Sugieren que la ONU, concretamente el Consejo de Seguridad, apoyados por la Organización Mundial de la Salud, obliguen en bloque al sospechoso a someterse a un examen, en caso de resultar negativo, orillarlo a renunciar. La condición sería que ese Jefe de Estado esté poniendo en riesgo la paz mundial. La propuesta me parece descabellada, no se hizo con Trump, que estaba de atar. Nosotros debemos estar tranquilos, si bien hemos tenido desencuentros con Estados Unidos, España, Austria y Panamá, no hemos puesto en riesgo la paz mundial.
La cuestión permanece ¿Qué pueden hacer los pueblos para no pagar la cruda de la borrachera del poder público?