Norberto Alvarado Alegría
En la vida democrática de los estados constitucionales como el de nuestro país, la actividad legislativa implica el seguimiento y desarrollo de un procedimiento que se rige por normas jurídicas, generalmente establecidas a nivel constitucional, por el cual las decisiones políticas se transforman en normas o reglas que se integran al sistema jurídico del Estado.
Para algunos esas normas son exclusivamente mandatos imperativos de hacer y no hacer; para otros, son mandatos y facultades o prerrogativas; para otros implican principios y reglas, pero todos coinciden en su obligatoriedad, y en que en mayor o menor medida todos, inclusive las autoridades, debemos sujetarnos a ellas.
La decisión legislativa es colegiada -hace mucho que determinados que una sola persona no puede dictar las leyes de manera aislada-, se transforma en lo que comúnmente llamamos derecho, y que en principio tiene por objeto satisfacer la necesidad de tutelar o proteger ciertos bienes y derechos a los que consideramos valiosos, así como sobre los modos o instrumentos para conseguir los fines que perseguimos.
En este contexto el Derecho para Ferrajioli, no es —no debería ser, pues no lo consiente la razón jurídica ni lo permite la razón moral— un instrumento de reforzamiento de una visión moral en particular. Me explico, no puede servir para imponernos una camisa de fuerza, ni para etiquetarnos en caso de no pensar como lo hace alguna figura pública o una supuesta mayoría. Pongo un ejemplo, prohibir constitucionalmente el uso de sustancias permitidas, más allá de calificarlas como buenas o malas.
Su fin -el del Derecho-, no es ofrecer un brazo armado a la moral, o mejor, debido a las diversas concepciones morales presentes en la sociedad, a una determinada moral. Tiene el cometido, diverso y más limitado, de asegurar la paz y la convivencia civil, impidiendo o reduciendo los daños que las personas puedan ocasionarse unas a otras.
La moral se encarga de determinar qué conductas son adecuadas y cuáles no en un contexto determinado, pero es un convencionalismo social, que cambia de tiempo en tiempo y de lugar en lugar, hoy se entiende que es pactada por la mayoría y las minorías, es colectiva y tiene una naturaleza profundamente política, lo cual implica la negociación.
Asumir solamente que la ley es el producto solamente de la decisión mayoritaria, cuando esta mayoría pretende imponer un modelo de vida o una constitución moral, sin sujetarse al procedimiento de creación legislativa (incluyendo sus límites), tiene un nombre específico y se denomina fanatismo.
Este fanatismo, sostiene Richard Hare es la actitud de quien persigue la afirmación de los propios principios morales, que son subjetivos y parciales, dejando que éstos prevalezcan sobre los intereses reales de las personas de carne y hueso, y permaneciendo indiferente frente a los enormes daños que su actuación ocasiona a los demás de seres humanos.
Si hasta aquí les suena a los lectores como una descripción de lo que hemos vivido los últimos 6 años en México, quiere decir que vamos en la misma línea.
A pesar de que el Derecho es un componente esencial de la vida social, aquél no forma parte, ni aquí ni en el resto del mundo, de la educación de la mayoría de las personas, y lejos de que en algún momento esto cambie, muy a menudo se considera -al Derecho- como un obstáculo, basta recordar la famosa y lamentable frase de “al diablo las instituciones” que fue, es y será el sello de la casa de Morena.
Resulta que bien podría suscribir que el “Plan C” de López Obrador y su ejecución por la mayoría de la 4T, es una materialización de este fanatismo idiotizante que nos ha llevado como país a una descomunal diarrea legislativa en materia constitucional, que aún no frena, ni tiene para cuando detenerse.
Lo paradójico es que, frente a esta profunda crisis de irracionalidad en la dimensión jurídica mexicana, se presenta otra de las mismas características, pero de mayor fuerza y con epicentro en Washington, pues Donald Trump tendrá una aplastante mayoría republicana en la Cámara de Representantes y en el Senado norteamericanos, que le permitirán tomar decisiones apabullantes, sin necesidad de negociación interna ni externa.
Esto lo saben la presidente Claudia Sheinbaum y su camarilla de gamberros parlamentarios, justo hace unos días se filtró un documento del grupo parlamentario de Morena en el Senado que paradójica y cínicamente se queja de dicha mayoría republicana y de la acumulación de poder que tendrá el presidente electo Trump, sin hacer una reflexión de la misma situación que hoy prevalece en México con la artificial mayoría legislativa de Morena y sus aliados en el Congreso Federal y en la mayoría de las legislaturas de las entidades federativas.
Lo que preocupa primordialmente es la decisión de declarar, como terroristas, a los grupos criminales que operan en nuestro país en la producción, trasiego y comercialización de drogas ilícitas, especialmente el fentanilo que se ha convertido en el principal tema de la agenda política de la relación bilateral entre México y Estados Unidos.
A esto habría que sumar el grave estado de inseguridad, el aumento de la deuda pública, la reducción del empleo formal, la desaparición de los órganos autónomos, la reducción del Poder Judicial como contrapeso de los demás poderes, la quiebra de PEMEX y Mexicana de Aviación, la migración que inunda el país, la falta de infraestructura y crecimiento, la ingenua idea que el Estado producirá automóviles, pero primordialmente la destrucción de la vida institucional y la cada vez más remota posibilidad de la recomposición del tejido social.
No podemos ignorar los temas, requerimos de una visión crítica de estos problemas que nos afectan hoy directamente a todos los ciudadanos, comenzando por la descomposición en materia de seguridad que sufre casi todo el país, y que es más grave que la vivida en sexenios anteriores.
El inicio del 2025 no ha sido halagüeño para México, quienes detentan el poder público han entrado en estado de letargo negacionista. Cualesquiera que adoptemos una perspectiva mínimamente diversa a su concepción, estaríamos cometiendo un ilícito en contra de la transformación que creen legitima desde su limitada creencia de lo democrático.
Lo poco que nos queda es el Derecho. Poder y Derecho sostienen una relación desasociable, pero contradictoria, pues uno sirve como origen y freno del otro a la misma vez. Como dice Atienza podemos hacer más, aún vale la pena intentarlo.