COLUMNA INVITADA
Estados de deleite
El novelista británico Adam Thirlwell (Londres, 1978) en su segunda novela, The Delighted States(Farrar, Straus and Giroux, 2008), combina los géneros. Es también un largo ensayo sobre la posibilidad de la novela y su traducibilidad. Dicho así, el lector se preguntará si ése puede ser el tema de un libro que Thirlwell insiste en llamar novela. Y respondo: sí, se trata de una novela-artefacto, de una máquina de demolición literaria que responde desde la literatura a varias de las preguntas que hemos estado haciendo en esta columna desde hace meses. Los personajes sonFlaubert, Maupassant, Henry James, Joyce, y siempre Vladimir Nabokov. El tema: qué significa leer novelas en otro idioma y aún así entenderlas.
Una de las anécdotas que cuenta el libro es la fallida correspondencia de Mademoiselle Leroyer de Chantepie, solterona de cincuenta y tantos años y el autor de Madame Bovary, Gustave Flaubert. Y digo fallida porque está basada en un error de interpretación en el que caen muchos lectores: identificarse con los personajes, con la anécdota, en tomarse las novelas al pie de la letra –justamente el error de la propia Emma Bovary o de Alonso Quijano, el bueno–, como biografías veladas. Escribe la señorita de Angers a Flaubert que la vida de Emma, tal como la retrata, es lo más cercano a la verdad, que la vida para una mujer es “así, en las provincias como en la que nací y crecí… desde el principio la reconocí –dice de Emma–, y la amé como si fuera una amiga. Y me identifiqué tanto con sus experiencias que sentí que era yo misma”. Luego la señorita se pregunta:“¿Dónde adquirió usted ese conocimiento profundo de la naturaleza humana, ese escalpelo aplicado al corazón, al alma y, por ende, al mundo en toda su oscuridad?”. Curioso que se lo haya escrito una solterona al autor del Diccionario de clichés. ¿Qué contestarle a esta mujer tal vez triste, tal vez deprimida, que había encontrado en la lectura de Madame Bovary una biografía velada?
Todos los amigos que han leído Madame Bovary, curiosamente, son como la señorita de Angers: se identifican con los temas románticos de los que Flaubert se burla, utilizando el estilo romántico mismo –algo que Cervantes había ya hecho con la novela de caballerías-, para ironizar. Y no se nos olvide que Flaubert le escribía a su amante, Louis Colet, sobre el poder de la ironía que no “inutiliza al pathos, al contrario, que hace crecer el lado patético de los personajes”.
La señorita Leroyer de Chantepie estaba enamorada de su libro porque lo había leído mal, identificándose con el concepto romántico de lectura. Lo patético es que ese modo de leer el mundo es, precisamente, contra lo que la novela misma había sido escrita. La tragedia es: mientras más elegante y sutil es un novelista, más cae en el riesgo de no ser comprendido. Toda la novelística moderna es una corrección aplicada a la realidad a través de la ironía. Es una burla velada de los modos de la realidad y las lecturas erróneas que los humanos hacemos de ella. Es una mirada despiadada contra la ciudad del lugar común y sus zombies perpetuos. Mientras viajaba en el barco que le permitía huir de los nazis, Vladimir Nabokov escribía notas para sus nuevos alumnos de la Universidad de Cornell, que luego se llamarán pomposamente Curso de literatura europea. En ellas el novelista ruso alerta contra el más craso de los errores de un lector, identificarse con los personajes. Sirvan estas palabras como despedida del 2018, y con mis mejores deseos para 2019, que esperamos cumpla con algunos de nuestros anhelos como personas y como país.