Para nadie es un secreto y menos para Claudia Sheinbaum, que las finanzas públicas de este país están muy comprometidas, que el gasto supera a los ingresos y que la deuda nacional ha crecido hasta niveles apenas manejables. Para la nueva administración es imperativo reducir el déficit fiscal y particularmente transmitir seguridad a los inversionistas y tenedores de bonos, si no quiere tener un inicio de gobierno funesto.
CSP ha pedido que se reduzca el déficit proyectado para 2025, que llega a 5.9 puntos, el más alto de todas las administraciones, pero eso es una misión casi imposible por la dimensión de la deuda y los requerimientos financieros del sector público (SHRFSP).
Según los pre criterios de la Secretaría de Hacienda, los requerimientos financieros del gobierno ascenderán a 17.5 billones de pesos, equivalente al 50.2% del PIB, un crecimiento real sobre los 10.5 billones que se tenía en 2018 que se ubicaban en el 43.6% del PIB.
Con el crecimiento proyectado, que se estima no será superior al 2%, no se ve claro de dónde saldrán los recursos para soportar el gasto gubernamental, si no es con más deuda.
Cierto que algunos gastos onerosos como fueron la construcción de un aeropuerto, el tren maya y el transístmico, la refinería de Dos Bocas y otras ocurrencias presidenciales ya no requerirán del mismo flujo de recursos, pero siempre quedarán Pemex y CFE, más los subsidios a todas las nuevas empresas militares, líneas aéreas, ferroviarias, empresas turísticas, administraciones portuarias y aduaneras, y por supuesto, las pensiones y el costo de la deuda. Lo cierto es que el margen sigue siendo reducido y la Secretaría de Hacienda tendrá que estirar al máximo la cobija presupuestal. A la par, el SAT tendrá que ver cómo aumenta los ingresos, destacando que no proyecta un aumento de impuestos y si una mayor captación por las aduanas y el cobro a grandes contribuyentes.
El síndrome del desorden financiero que padece el actual régimen, que nada tuvo de austero, lo ha resuelto mayormente con deuda. Según datos de la Auditoría Superior de la Federación, el gobierno de López Obrador contrató, hasta 2023, deuda interna y externa, por 3.314 billones de pesos lo que la eleva a 12.440 billones como deuda total.
El gobierno ha venido pateando el bote de los vencimientos, con renegociaciones. Ya en 2020 se había logrado reestructurar 6,600 millones de dólares y en este año se han renegociado 3,852 millones de dólares que debían pagarse en 2025, adicionalmente se pagaron, este mes, anticipadamente, 894 millones de dólares para dar flexibilidad al futuro gobierno. De la deuda en pesos se refinanciaron 181 mil 754 millones de pesos, estirando los plazos hasta 30 años. Con esto darán a CSP una toma de aire para que no sufra un sofocón de arranque de sexenio.
La administración saliente ha privilegiado la política, el fortalecimiento de la presencia del Estado en la rectoría económica y la ideología, poniendo en precaria situación la calificación del riesgo país. Si las calificadoras bajan más la calificación de riesgo, ya lo habían hecho, colocar más deuda será difícil y más costoso.
Las reformas pretendidas para sacarlas con premura en el último mes del ejercicio del gobierno que se va, no parecen una medida sensata para la visión del futuro inmediato, sobre todo si se anota que la presidenta electa incluyó algunas que elevan el monto de las pensiones y becas que se otorgarán.
Las acciones tomadas hasta ahora para dotar de mayor factibilidad presupuestal al gobierno entrante son frágiles alfileres que en cualquier momento pueden soltarse. La reestructuración de la deuda, tanto interna como externa, es una estrategia para dotar de cierta liquidez al gobierno entrante. Renegociar, saltar las obligaciones, no las desaparece, solo posterga su cumplimiento en tanto que se generan condiciones mejores.
Las señales enviadas por CSP no permiten vislumbrar un cambio y sí la persistencia en la implementación de políticas que, si bien atienden a paliar desequilibrios, no generan condiciones para generar riqueza y dar solución de fondo a los problemas de pobreza y desigualdad.
La reforma que transformará al Poder Judicial, implementada más por capricho y venganza presidencial que por la razón, traerá un largo periodo de implementación y con ello de incertidumbre, lo que agrega volatilidad en el tipo de cambio y no abona a la confianza.
Era de esperarse que la llegada al poder de una mujer con formación científica y aparentemente más equilibrada que su antecesor, pusiera pausa en las ocurrencias e iniciativas hechas por impulsos emocionales, pero no ha sido así.
La continuidad es clara, ya sea por identificación con el proyecto, por sometimiento con el líder, o reconocimiento a su capacidad temporal para oponerse. Ante eso no queda más que esperar que el secretario de Hacienda prenda bien los alfileres y le dé una buena pateada al bote. Lo demás estará por verse.