Casi concluida la temporada electoral, todos los partidos políticos, salvo los que pierden el registro, se declaran ganadores. Festejan victorias pírricas; Morena porque logró aumentar su presencia territorial con 11 gubernaturas, mientras la alianza opositora celebra el haber impedido que el partido en el gobierno alcanzara mayoría calificada incrementando el número de curules alcanzadas.
Pero, más allá del equilibrio de fuerzas y de las expresiones numéricas, es evidente que lo que se pierde es calidad en la arena política mexicana. Circunscrita a ser el escenario para la disputa feroz por el poder, es notorio el escaso interés por el ciudadano y la miseria ideológica de las dirigencias partidistas.
En la reciente elección la contienda se convirtió en un referéndum gubernamental y las fuerzas se alinearon a favor o en contra del proyecto presidencial. Triste papel el desempeñado por esa alianza opositora, unida en el papel, desunida en la tierra, dedicada a luchar contra la propuesta gubernamental, sin articular otra propia, sólida y compartida. En su pobreza intelectual capitalizan el voto del descontento, lucran con el error del contrario y no con su propio acierto. Hoy se disponen a ser una fuerza opositora, uniendo sus debilidades, dispuestos a la concertación si se aviene a sus intereses, sin presentar alternativas propias.
Los resultados no deben servir para el autoengaño, en términos reales solo Movimiento Ciudadano crece en 3 puntos respecto a 2018, Morena en cambio, perdió 3 puntos, el PAN obtuvo 0.3, y el PRI creció 1.3 su votación y eso les basta para declararse triunfadores y ufanarse de haber impedido el crecimiento del autoritarismo y restablecer el equilibrio de poderes.
No hay motivo para esa complacencia, los instrumentos del poder dentro de la cámara siguen en manos del partido del gobierno y la alianza legislativa que formaron recientemente, como prolongación de la electoral, es tan frágil como fuerte es su vocación por el poder y el privilegio de sus intereses. Inmersos como están, los partidos y sus dirigencias en la disputa por espacios de poder, han perdido la capacidad y el interés de analizar el resultado.
La conclusión es evidente, el electorado quiere la transformación tanto como rechaza la imposición como método y busca el equilibrio. Insistir en la polarización, en la exacerbación de las diferencias y evadir las coincidencias, nulifica las posibilidades de construir condiciones de crecimiento y desarrollo social.
El escenario que se avizora no abona a la necesidad de encontrar una opción que reconcilie al país, que no siga ni se solidifique el muro construido con la explotación de la desigualdad y el discurso del rencor social que privó en la reciente elección. Es necesario reconocer que el proyecto gubernamental de transformación está mal diseñado e instrumentado, que las políticas asistenciales y de bienestar son insuficientes, sufren de inmediatismo y están contaminadas por la rentabilidad electoral. Que carece de soportes firmes para el desarrollo futuro y que solo ajusta para hacer llevadera la precariedad económica de los más vulnerables, pero no para elevar sus niveles reales de bienestar y favorecer el ascenso social, la mejoría del ingreso por la seguridad del empleo y la igualdad del salario.
Las manifestaciones triunfalistas, tras la elección, revelan la mezquindad que priva en la política actual y la incapacidad de los partidos y del gobierno, de interpretar y acatar la voluntad ciudadana, necesitada hoy más que nunca, de que las fuerzas políticas, sociales y económicas construyan un proyecto incluyente y viable de transformación con equilibrio social, donde no se priorice a un segmento sobre otros.
No es acicateando el miedo a la transformación como se avanza, como tampoco el hacer diferenciaciones clasistas. Tampoco es transformación la destrucción de lo construido ni las vueltas al pasado. El país requiere una perspectiva diferente que solo puede ser alcanzada cambiando la visión absolutista de los triunfadores; perpetuar la contienda electoral sin analizar y entender los resultados profundos, la voluntad popular detrás de los números, es negarse a la posibilidad de un acuerdo nacional con una perspectiva general, ni sectaria ni dogmática, simplemente consensada y compartida.
Es tiempo no de declaraciones triunfalistas sino de reconocer que nadie logró nada por sus aciertos. El gobierno perdió a la clase media por los errores del presidente y su discurso sectario, y los partidos de oposición ganaron unas cuantas curules y perdieron la oportunidad de presentar al electorado una propuesta diferente al encono del rencor y el aprovechamiento del mal humor social.
México merece más, el electorado lo está afirmando en las urnas, quiere una transformación con equilibrio, quiere fuerzas políticas capaces de ponerse de acuerdo en lo esencial y no solo bandos escenificando pleitos de taberna en el congreso nacional.
Urge que las fuerzas políticas se reinventen, que entiendan que el electorado eligió seguir con la transformación pero con matices, que no les dio más que la oportunidad de que dialoguen y encuentren puntos de convergencia. Decir que ganaron es autocomplacencia que solo habrá de llevarlos a perder la poca confianza que aún tienen los ciudadanos en su representatividad.