Para el año de 1737 existía en la ciudad de los violáceos atardeceres y frescos verdores que se arremolinan en un río que escarpa la mitad de la ciudad, aproximadamente unos seis mil peninsulares, diez mil indios —contando los que solo transitan la ciudad y viven a sus orillas— tres mil ochocientos mestizos —varios de ellos de familias adineradas, contando descendientes de Moctezuma que habitan la ciudad, de ellos unos doscientos tienen los ojos de color verde; dos mil mulatos, que son la mano fuerte de las haciendas que rodean la plaza principal de los franciscanos; noventa castizos, veintidós negros, cuatrocientos doce lobos; siendo en la ciudad aproximadamente unos veintidós mil personas… ¡más aquellos que llegan a la ciudad y pasan al camino del Real de Minas y los que vienen de Guanajuato! tendremos unas veinticinco mil personas cada día y los domingos solo de a poco un tanto más.
—Mi Señor Marqués ¿es el agua suficiente para todos ellos?
—¡No señor síndico! pero el haber traído el agua hace diez años por medio de nuestro suntuoso acueducto no es para que alcance o no, sino para que la gente tenga mejores hábitos de limpieza ¡la limpieza mi señor! evita el ciento por tanto de los males que nos aquejan.
—¡Fue una gran obra su merced la del acueducto!
—¡Vamos señor síndico! No son necesarios los remilgos, debemos disponer que el agua sea parte de la vida de todos los días ¡vaya ejemplo de limpieza de los indios que a continuidad se sumergen en las aguas del río de fuerzas! pero que bien mis peninsulares ¡que de baño no se les otorga! Y no será el pretexto más la falta de agua.
En ese momento el Alcalde de la ciudad les dio la entrada a la reunión que buscaba recuperar el apoyo, que el mismo ayuntamiento iba a costear parte de la obra monumental denominada Acueducto y que apoyo pecuniario de veinticinco mil pesos, de los cuales —como decía el Marqués Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz— ¡Ni una sola cara de moneda hemos recibido!
—Su señoría Sr Marqués es un gusto recibirle.
—¡Déjese de lambidas Sr Alcalde! ¿dónde está el apoyo para el acueducto? Son ya diez años de su culminación y no hemos recibido apoyo alguno ¿lo habrá?
—¡Seguro que sí su excelencia!… ¡alforjas! — un regordete y poco cabido personaje que servía de llevarle las cuentas al Ayuntamiento hizo de su presencia de inmediato —¡Anda que el Sr “serenísimo” Marqués desea que le contemos la deuda por el acueducto…
—¡No es deuda mi señor Alcalde! Es una promesa de su señoría hacía tan singular e insigne monumento que dotó de agua a toda la ciudad, le hizo de públicas el uso y cristalinos.
El singular regordete intervino:
—¿Desea sr. Alcalde que junte la cantidad?
—¡No! estúpido… digo, ¡ejem! Solo es cuestión de hacerle saber al Sr. Marqués el día que entregaremos dicha cantidad… —haciendo una mueca de darle un golpe en la cabeza por imprudente—.
El Marqués comprendió de inmediato la situación y se levantó del sillón.
—¡No le quito más de sus atareadas actividades sr. Alcalde! Espero su misiva, en pronto regresaremos mi esposa y yo a la ciudad, en entrante ocasión debiéramos de coincidir para que otorgue lo prometido, reitero ¡la palabra del ayuntamiento de la ciudad es la que se puso en la mesa! ¡veinticinco mil monedas! Solo eso.
—Será un gusto recibirle de nuevo sr Marqués ¡saludos a su esposa!
La salida del Marqués quedó escrita en la hoja de agendas y diarios del Ayuntamiento de la ciudad de Querétaro, siendo el 23 de julio de 1737 en el libro con la inscripción con asunto de “pago de deuda por el acueducto.
Casa del Marqués de la Villa de Villar del Águila —que obtiene tan solemne título de las manos del propio Carlos II de España, en 1689, cuyo interés radica en su tío Juan Urrutia y Retes, quien al no tener hijos le hereda todas las luces a su sobrino, quien ofrenda sus riquezas por traer el agua a esta ciudad — 24 de julio de 1737, sala de descansos.
La casona de visitas de la familia del Marqués de Villar del Águila, se diseñó con alguno de los escapes estilísticos de estilo árabe —construirlos de esa forma no era la usanza pero la desfachatez del Marqués así lo indicó— unos remates de cantera en garigoles, haciendo de la piedra un listón, los pilares de arco estilizado y los muros de geometrías de textura le asocian más con los morisco, que con lo español —reclamos por esto ha tenido que soportar la familia con amistades cercanas— los entre pisos se conectan con pequeños escalones para dar certeza al límite permitido de la presencia de los lobos —servidumbre— dejando bien claro la casta a la que pertenecen.
Las escalinatas que rodean el fondo del patio principal referencia a las casonas de Ayala, en la península, casi pegados con Francia, solo la servidumbre comprende el tipo de lengua que habla el Marqués —euskera vascófona— eso le ha permitido jugar en dos bandos, cuando desea que nadie le entienda habla su lengua de linaje, pero cuando desea darse a comunicar, participa del castellano como un habitual.
Hoy la queja de la servidumbre radica en una nueva enfermedad que está haciendo estragos en la ciudad, los indios le llaman la matlázahuatl —red de granos—un deterioro de la persona que va en solo semanas, hasta la muerte, los indios anuncian que varios presagios se dieron antes de su llegada.
Al Marqués —quien se sentía sabedor de no tener males— le fue traído un enfermo de matlázahuatl, quien le llamaba por los nombres a lo que sentía —un asistente indio le explicaba los males al traducirle.
—Menciona su merced que siente el estómago como un volcán, que el cuerpo es de frío, que siente dormir profundo…
—¿Decidle que en dónde lo tomó?
—¿Xocolia amaquemecan?
—¡Acayocan axacopan!
—Dice su merced que se enfermó por tomar agua cerca de los carrizales, que sorbió aguas de olor fétido.
De inmediato el Marqués hizo que lo sacaran y lo llevaran con los franciscanos— quienes atendía a varios indios ya con esa enfermedad— que le dijeran del progreso del indio. Hizo tomar a toda su familia un brebaje preparado por la mestiza que les atiende sus males de salud, quien aseguraba que con ello no les era atendida tal enfermedad. Mientras caminaba hacia la calle que dirigía el primer “quadro” de vigilancia, tenía que hacer las sumarias de los desvalidos y tratar de sacar en punto una cantidad para que se considerara como las llamadas pandemos —pueblo entero— de las cuales por todo el reino de Castilla se hablaba de que solo sin que las personas salieran de sus casas era la única forma de lograrlo.
Cuando el Alcalde alcanzó al Marqués en los patios del conjunto franciscano —en medio de las tres capillas anexas al camposanto— los franciscanos ya tenían un recorrido y sumaria de los enfermos, los cuales habían aumentado porque se trajo a la figura de Nuestra Señora de Loreto para que terminara con la enfermedad, al arremolinarse las personas subió el contagio, así que entre los religiosos y el Marqués decidieron no permitir romería alguna para evitar más fallecidos.
Varios barrios se contagiaron de manera pronta San Juanico, La Cañada, Santa María Magdalena, San Roque, San Sebastián, El Rincón y Callejas fueron lastimados mucho por la enfermedad.
—Señores religiosos ¿a qué bondad debemos invocarnos para tal descuido? Es una verdadera pandemos por estas tierras.
—Lo lamentable son los hechiceros, sibilas y curanderos que solo hacen de su ignorancia para curarles, les sangran y con eso ellos se sienten mejor.
—¡Yo ya he visto esta enfermedad! — mencionó un fraile que veía de visita a estas tierras Fray Francisco de Ajofrín—termina con toda la población si no hacemos algo pronto, es mortal, solo las divinidades nos podrán ayudar.
—¿A quién es usted mi señoría fraile? — se presentó el Marqués.
—Llevo mucho recorrido por las tierras de la Nueva España, estoy buscando oro y capitales porque tenemos una casa de misión en el Tíbet, vengo desde la ciudad de Córdova, en la Vera Cruz, y deseo informarles que esto es un castigo divino, nos hemos alejado de Nuestro Señor y solo es causa de burlas y desatinos a su gloria.
—¡Me temo señor Fraile que esto va más allá de lo divino! Pero coincidimos que no debemos alejar a Dios de esto, misas y novenarios se darán por todo este territorio, en ustedes mis señores frailes radica que nos organicemos, debemos bajar a todos los pueblos de indios que rodean los cerros, para que veamos la magnitud del daño.
Uno de los auxiliares de los franciscanos pegó un alarido al descubrir que varios indios ya habían fallecido que estremeció al Marqués y con quienes decidían.
—¡Que ha muerto de forma horrible!
Al retirarse del patio del conjunto central de los franciscanos el Alcalde se reunió con el Marqués —a quien el acompañamiento no le caía de buenas— dándole algunas cifras al balbuceo, le respiró.
—¿Qué pasará con las haciendas que están en plena labor de levantamiento de las tierras? perderemos muchos hombres y podemos colapsar, los costales de grano que ya tenemos prometida a la ciudad de México no saldrán.
—¿De verdad señor Alcalde solo le interesa esa parte?
—¡No tendremos comida señor Marqués! eso nos hará una ruina total.
—¡Yo responderé! — reacio afirmó.
Al llegar el Marqués a su casa una romería de señoras le esperaban —esposas de los indios enfermos que ya habían fallecido—.
—Su señoría… ¡su majestad! Escuchad ¡que ha muerto mi esposo! Que de seis hijos me ha dejado en viuda… —las que menos solo lloraban— ¡su señoría!
El Marqués hizo que cada una de las viudas fueran inscritas a una lista de adeudos, a las cuales se les prometió —con firmeza de cumplir— que tendrían santa sepultura los difuntos, que habría que designarles una cantidad de monedas mensual para su sustento, que abriría escuelas para sus hijas en las Capuchinas —a las cuales le había traído el agua por tanta requisición y que ahora deberían de apoyarle en igual dimensión— y que los niños urgía aprendieran la labor para sus mejoras en apoyo a lo dictado por el Alcalde.
—¡En algo debo reconocer la razón del ayuntamiento! Si nos quedamos sin manos para el trabajo de la siembra ¿quién lo hará?
Tomó una pluma y escribió una misiva a su amigo en la Ciudad de México:
25 de julio de 1737, estimado amigo Don Pedro Antonio de Septién Montero y Austri.
Por medio de esta misiva me es complaciente hacerle ver de la situación que guarda la pequeña ciudad de Querétaro, misma del sentido del amanecer de nuestras juventudes, la cual sufre una verdadera negritud, una pandemos nos ha caído, sabrá si por la mala conducta de quienes aquí viven o es solo un escarmiento de Dios Nuestro Señor, pero en bendiciones obtengo tu sentido para que orientes lo que debamos hacer, insistido tu nombre para tu ejercicio de haber ya tenido esta visita de la misma enfermedad y a la cual le conoces de más por tu sabia experiencia.
Apilo también que la utilidad de Negros para la labor de los campos será a bien el coste y cantidad de cuarenta de ellos.
Espero tu atención, a días y buenos quehaceres de esta fecha.
Marqués de la Villa de Villar del Águila.
Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz
Continuará…