Tenemos que hablar sobre la nueva normalidad que se cierne en esta república sedicentemente transformada, para esclarecer entre tanta alharaca oficialista, si ahora estamos mejor que antes.
Durante 6 años se trabajó para consolidar una nueva hegemonía en la vida política nacional y en el mes de septiembre, en tiempo de tocata y fuga en re menor, se logró tener un partido con dominancia absoluta en el Poder Legislativo federal y en la mayoría de los estados; se transformó, salvo remota excepción, la estructura y conformación del Poder Judicial, se logró la preminencia del poder ejecutivo sobre los otros poderes y se reforzaron las estructuras administrativas de decisión para asegurar que los designios gubernamentales tengan la menor resistencia.
A la par, se fortaleció al Poder Ejecutivo y habrán de centralizarse en las dependencias administrativas a su cargo, las decisiones que hoy toman los órganos autónomos en materia de competencia económica, telecomunicaciones y transparencia, entre otras.
Es indudable que estas y otras reformas implementadas en el mes de septiembre, habrán de crear una nueva normalidad para la estructura política e institucional, pero no se ve que mejore la realidad que es ahora la nueva normalidad para infinidad de ciudades y comunidades en el interior del país. Nada que proteja contra la inseguridad (la Guardia Nacional solo vigila), y nada para el desarrollo cultural, tecnológico, científico o la más elemental mejora a la procuración de justicia.
Será también una nueva normalidad para las empresas de telecomunicaciones, de producción de energía eléctrica, mineras y metalúrgicas, agroindustrias, importadores y exportadores, pues las empresas del estado tendrán prioridad desbalanceando las reglas de competencia.
En general, lo que se perfila es una mayor intervención del estado en la rectoría económica, en el control de los medios de comunicación y una peligrosa tendencia a desbalancear el equilibrio geopolítico de la región económica de América del Norte. El desafío a nuestro principal socio comercial, alineándose con intereses de otro bloque es una apuesta muy peligrosa.
En el orden social, las cosas están cambiando no por la intervención directa del estado, sino por la ausencia del mismo. Dos asuntos son señalados reiteradamente por las encuestas y estudios de opinión y estos son: la inseguridad y el aspecto económico.
En lo económico, pese a los aumentos al salario mínimo, la distribución de efectivo a través de pensiones y becas, así como las remesas, la inflación ha nulificado los beneficios. Cierto es que se disminuyó la pobreza en cuanto al ingreso, pero no se ha tomado en cuenta que la pobreza es multifactorial y los servicios que debieran compensar y complementar el incremento en el ingreso, se han visto disminuidos, modificando los patrones de gasto de las familias en salud, educación y recreación.
Así pues, tanto en el sector gubernamental, como en el empresarial y en la vida doméstica, imperceptiblemente ya entramos en una nueva normalidad, una que parece la misma pero no es igual.
Hay, múltiples regiones donde la normalidad no la impone la relación civilizada y el apego a la ley, sino que la dicta la presencia del narcotráfico y el crimen organizado. Imperceptiblemente también la sociedad está cambiando como consecuencia y una muestra palpable la tenemos en el folclore nacional. Nuestro viejo estereotipo impuesto por el cine nacional en su época dorada cada vez nos representa menos.
Nuestros deportistas ya no suben al ring con sombreros de charro, ahora se acompañan con cantantes de narco corridos o reggaetón. Los gustos de la música popular cambiaron para mostrarnos cómo penetra otra cultura en el conglomerado social. Colonias, barrios y poblaciones del norte al sur de la república escuchan y ven representaciones que hacen apología del delito o promueven actitudes antisociales.
Es ya, debemos reconocerlo, una nueva realidad. La estructura gubernamental, el esqueleto político ha cambiado, pero también la sociedad está cambiando y ahora normalizamos tanto las acciones de un gobierno autoritario, como la creciente cifra de asesinados y desaparecidos. Somos ahora una sociedad que no se conmueve ante los 800 mil muertos en la pandemia ni ante los 99 mil 729 desaparecidos y los 199 mil 506 homicidios dolosos hasta la fecha.
Una sociedad que se ha quedado huérfana de representación con partidos cuyas dirigencias solo se representan a sí mismos. Con movimientos sociales que resultan marginales y luego vilipendiados desde la tribuna presidencial; con la ausencia de liderazgos que logren trascender tras la muralla de los apoyos sociales convertidos en ariete electoral.
Esa es la nueva normalidad, un gobierno centralizador, autoritario, sin oído para otras voces, fortalecido estructuralmente con un partido hegemónico y militancia fanatizada, ante una sociedad pasmada, empobrecida culturalmente, victima en principio del desinterés y ahora de la delincuencia, sin canales de representación que la signifiquen.