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Niños en una noche de Champions

Juego Profundo

por Salvador González
1 mayo, 2025
en Editoriales
Un nuevo vuelo en el fútbol queretano
36
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Un gol en contra a los 40 segundos. En otros tiempos, en otras noches, eso habría sido el principio del fin para el Barça. Un taconazo celestial que no solo perfora la red, sino también el alma del aficionado culé, curtido en el arte de imaginar tragedias incluso en la gloria. Porque el espíritu blaugrana, aunque mimado por una época dorada con Guardiola, nunca ha sabido desprenderse del pesimismo. Ni siquiera cuando Messi flotaba, ni cuando Xavi dictaba con brújula de seda, ni cuando Iniesta abría defensas como si fuera abriendo puertas a un sueño.

Pero algo está cambiando. Frente al Inter, ese gol tempranero no fue una losa, sino un grito de guerra. Porque hoy hay niños en la cancha. Niños que salieron de La Masia, pero que juegan con una mentalidad puramente germánica. Que no se doblan. Que no lloran antes de tiempo. Que convierten la adversidad en gasolina para seguir. Da igual si tienen 17 o 21 años, parecen nacidos para resistir tsunamis y seguir tocando el balón como si el mundo dependiera de ello.

Y hoy, escribo estas letras justo hoy, 30 de abril, Día del Niño, los niños de La Masia están jugando con la pelota. Esos niños están jugando al fútbol. No trabajando. No cumpliendo con una obligación profesional. Están jugando, como quien juega en las calles de su barrio. Acarician el balón como si fuera un juguete heredado. La acarician como si fuera un juguete eterno. Corren con ella como si nadie los pudiera alcanzar. Sudan, sangran, aprietan los dientes… pero, sobre todo, sonríen y se divierten. En una noche mágica de Champions League juegan como se juega en el patio de la escuela: sin miedo al error, sin cálculo y con corazón. Con la pureza de quien todavía cree que todo es posible. Con la alegría que solo tienen los que aún no han sido vencidos por el cinismo del mundo adulto.

El partido terminó 3-3. Un partidazo en mayúsculas, vibrante como una danza futbolera. Y fue bonito, porque el empate sabe mejor cuando es un acto de resistencia casi juvenil. El Barça fue como ese castillo de naipes que parecía tambalearse con el soplido inicial, pero que, en lugar de caer, aprendió a bailar con el viento. Supo sufrir y, sobre todo, supo amar el balón hasta el último suspiro.

Cubarsí, imperial, defendiendo con la serenidad de un veterano que ya se ha comido muchas noches de Champions. Pedri, mágico, con esa pausa que hace del fútbol un arte de relojeros y poetas. Raphinha, decisivo, corajudo y valiente, y Lamine Yamal, inmaculado, un chico que juega como si no supiera que es un niño, como si no le pesara ni la camiseta ni la historia. Declarando cosas que irritan a algunos, a algunos que no entienden que es un chiquillo que aun cree que esto es un simple juego.

Esta es la evolución del tiki taka: no hacia el músculo, sino hacia el alma. Del toque incesante al desparpajo técnico. Del pase medido a la gambeta eléctrica… y al final el martillazo. El flicki flacka, si se permite el neologismo, es esa danza nueva, rebelde, que combina herencia y futuro. No es traición al estilo, es su evolución más libre, más infantil.

Y sí, todavía no se ha ganado nada. Todo puede pasar en Milán. Porque así es la vida, y el fútbol se parece demasiado a ella: incierto, caprichoso, a veces cruel. Pero lo que sí se ha ganado esta noche es amor. Y admiración. De los que saben y de los que sienten. De los que miran con lupa y de los que ven con el corazón.

Ojalá el barco del Barça llegue a buen puerto. Ojalá estos niños nos sigan llevando de la mano por este divertido camino de fuego y arte. Porque si este es el rumbo, vale la pena el viaje. Pase lo que pase en la vuelta.

Y pase lo que pase en la vida.

Etiquetas: BARCELONAchampionsInterMilan

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