Cada día está más cercano el final y un ligero sentimiento se empieza a acumular en la garganta. Messi, jugó su último partido oficial en eliminatorias sudamericanas rumbo a un Mundial. Y lo hizo como solo él sabe: con dos goles sencillos, sin ruido, sin fuegos artificiales. Goles casi intrascendentes en la forma, pero no en el significado. Fueron goles a pases de compañeros que él empujó con la zurda felina y sutil, sin necesidad de romper redes ni de dibujar parábolas imposibles. Y, sin embargo, en esa sencillez había grandeza. Porque hasta lo simple en Messi está lleno de eternidad.
Fue el último baile en estadios vetustos y míticos, templos de cemento que se caen solos y que lo vieron crecer entre silbidos, sospechas y, finalmente, la veneración. Ese baile tenía más de tango que de reguetón, mas de vino que de cocteles, más de arrabal que de luces de neón. Porque lo de Messi fue siempre así: silencioso, profundo, cargado de melancolía, como si cada toque fuese un compás de despedida.
Y entonces, la melancolía, el corazón y sobre todo, la memoria nos lleva al “Naranjo en flor” de Roberto Goyeneche “el polaco”, que con su voz ronca y quebrada nos decía más en las pausas que en las notas.
Ese tango podría ser la banda sonora del vínculo entre Messi y la camiseta argentina:
“Era más blanda que el agua,
que el agua blanda.
Era más fresca que el río,
naranjo en flor…”
Así fue Messi con Argentina: primero una frescura incomprendida, luego una dulzura que pocos reconocían y que para algunos poco lucidos era confundido con blandeza y como todo lo bueno en la vida, termino cayendo por su propio peso y que al final terminaron adorando. Pero a pesar de su belleza innata, no siempre todo fue suavidad con su selección y sus aficionados; hubo una curva donde aprendieron a quererlo. Como también dice ese tango que rompe gargantas:
“Primero hay que saber sufrir,
después amar, después partir
y al fin andar sin pensamiento…”
Durante años, con Messi en su selección primero fue el sufrir, el reproche de no ser como Maradona y de no ganar algún título con la albiceleste, “pecho frio”, incluso le llamaron en ese sufrir… Después, el amar, cuando levantó la Copa América en el Maracaná y la Copa del Mundo en Qatar y dio el paso definitivo a la eternidad… Y ahora, ahora empieza a llegar el partir aun estando aquí. Y lo que quedará después será andar sin pensamiento, con el perfume de un tiempo que se nos escapará como promesas en el viento.
Porque después, como sigue cantando el polaco, no importará el después. Toda la vida será ese ayer que nos detendrá en el pasado. Messi se irá y nos dejará acobardados, como pájaros sin luz. No porque quede algo pendiente en su obra, sino porque a los que amamos este juego nos faltará el milagro cotidiano de contemplarlo en acción.
Las tardes cuando el sol se está metiendo suenan a eso, el ocaso tiene algo de tango: no se anuncia con estruendo, sino con melancolía. Y por eso, Messi aún no se va y ya nos está dejando nostalgia. No es una retirada, es una premonición: la gran ultima fiesta será el Mundial y ese final, esa fiesta, ya tiene su música y los últimos compases empiezan a sonar.
Y después de eso y como con la voz rota de Goyeneche, quedará para siempre el eco de la despedida:
“Y en esa calle de estío,
calle perdida,
dejó un pedazo de vida
y se marchó…”
