Javier Martínez Osornio, Médico de cuerpos y almas
Alto, fuerte, humilde, sencillo, sereno, casi siempre con ropajes oscuros, camina por Santiago de Querétaro acompañado de su bastón, recibiendo el saludo agradecido y cariñoso de muchos queretanos que lo conocen o que han recibido sus servicios religiosos. Admirado, respetado y venerado siempre por todos sus feligreses. A su vez, él reparte sonrisas o bendiciones y vaya que su sola presencia es una bendición para aquellos que alguna vez hemos sentido el desasosiego en nuestra mente y espíritu. Sus pasos se dirigen cotidianamente a la Catedral para visitar a su hermano José Guadalupe o a Santa Clara para saludar al cronista de la Diócesis o al Palacio Episcopal en Reforma No. 48, a un lado de Teresitas, donde tiene sus oficinas.
Este virtuoso sacerdote nació en Querétaro capital el 29 de noviembre de 1941; sus padres eran oriundos de la villa de Hércules, en el oriente queretano.
El matrimonio se asentó en la calle 5 de Mayo No. 161, a la altura de Felipe Luna, en el barrio fundacional de La Cruz, por donde había una tienda llamada “El Parlamento” y que más tarde se convirtió en cantina.
En esa casita nació y creció el inquieto niño que jugaba desde la más temprana edad a ser sacerdote, en medio de sus once hermanos, cinco hombres y seis mujercitas. Su padre era mecánico y como tal trabajó en la fábrica de textiles El Hércules, también en la de San José de la Montaña y luego se lo llevaron para Soria, Guanajuato, donde estuvo hasta 1986.
Los primeros cuatro años de educación básica los cursó Javiercito en el Centro Educativo del profesor Corona y luego ingresó al Colegio Apostólico, ubicado en la calle Pasteur norte No. 36, frente a lo que hoy es la Comisión Estatal de Caminos, donde terminó la primaria. Pasó más tarde al Seminario Menor en la calle Vergara, donde estudió cuatro años que prácticamente equivalían a secundaria y preparatoria. Sin embargo, por el jacobinismo trasnochado del artículo 130 constitucional, estos estudios no tenían validez oficial, aunque era una instrucción muy rigurosa y seria. Madrugaban a las cinco de la mañana y estudiaban todo el día con pequeños descansos, disciplina para el cuerpo y alma. Su deporte preferido fue el basquetbol, que practicó bien y mucho, pese a que algo hizo de futbol por tener sangre de Hércules en sus venas. Luego pasó al Seminario Mayor, ubicado en ese entonces en Reforma No. 48 —donde tiene sus oficinas el Obispado— cuyo edificio se comunicaba con el del Seminario Menor, ya que ambos pertenecieron al convento de las Teresas en el siglo XIX. ¡Cómo disfrutó esa época de estudio, rezo y oración, al mismo tiempo que correteaba por los hermosos y amplios patios, además de subir con agilidad felina las escaleras que hoy le parecen difíciles! Entre sus mejores maestros recuerda al padre Luis Landaverde —quien lo recibió en el seminario siendo casi un niño—, Francisco Esquivel, Antonio Zúñiga, José Morales Flores y Miguel Estrada, recordando también al superior del Seminario Menor, el padre Jesús Ibarra.
Como el Seminario Mayor está dedicado desde siempre a la advocación de la Santísima Madre Virgen de Guadalupe, su devoción más grande es la de ser guadalupano. Desde muy niño expresaba a quien quería oírlo que iba a ser sacerdote y no se explica el porqué de esa temprana elección de vida, misma que también compartió su hermano José Guadalupe, un año mayor que él, pero con quien entró al mismo tiempo al seminario, justamente cuando su padre fue enviado a Soria, en el estado de Guanajuato.
Mucho ayudó en la decisión el sacerdote Gonzalo Vega Rubio —el cooperativista amigo de los obreros—, quien aconsejó al señor Martínez que no dejara a sus hijos solos sino que los inscribiera en el seminario.
Una vez que se ordenó como sacerdote llevó la palabra de Dios, como vicario, a la comunidad de Ahuacatlán en Pinal de Amoles, con su admirado mentor Antonio Zúñiga, hombre recto y sencillo que le enseñó mucho; después pasó a Tequisquiapan por tres años, con el párroco José Manuel Pérez Esquivel —hombre bueno y valioso—; de ahí llegó al Seminario Conciliar y duró diez años, ejerciendo también como director espiritual; luego arribó a Cristo Rey, su parroquia consentida, donde estuvo trece años; pasó después a Pentecostés, en el sur de la ciudad, donde después de cinco años y medio es enviado a Catedral, donde le ayudó a su hermano José Guadalupe por diez años, para llegar luego a Santa Clara por un año y un mes. ¡Cómo trabajó en sus parroquias en favor de los pobres, las mujeres y los niños, juntando víveres, ropa y medicinas! También es digna de admirar su capacidad para cooptar voluntarios y voluntarias en brigadas sociales.
Ahora ocupa el cargo de vicario general del señor obispo Fidencio López Plaza y a pesar de eso no abandona su principal misión que Dios le impuso en este plano terrenal: la sanación de los enfermos, vocación y noble oficio que no sabe ni cuándo comenzó, pero es la labor a la que más entregado está desde que inició su vida espiritual. Modestamente dice que él sólo es un instrumento del que se vale Dios para cumplir sus mandatos. “Dios es el que hace las cosas, a mí sólo me toca asistir a los enfermos y orar por ellos”, dice tajantemente, sin soberbia.
Nunca salió al extranjero por motivos de estudios, pero también es digno destacar que su labor pastoral siempre estuvo al servicio de Querétaro, su tierra natal.
Su grata persona es bálsamo para miles de queretanos que buscamos consuelo en él para nuestras aflicciones del alma y del cuerpo; siempre humilde, nunca recuerda a las personas que sirvió, nunca pide un favor a cambio: “Si te serví, ya no me acuerdo”, pudiera ser su frase favorita. Cuando uno ve su trabajo pastoral en favor de los enfermos y más desprotegidos renovamos el espíritu y la fe en el gran Galileo y surgen los deseos de abrazar el sueño de nuestros prójimos. El padre Javier Martínez Osornio hace suya la frase más revolucionaria y esencial de Cristo, con creces y práctica cotidiana: “Amaos los unos a los otros”.